El tren de don “Pachito”
(Cuento)
Don “Pachito” sobrepasaba los cincuenta y siete años de edad y seguía trabajando; era el cadenero del Ferrocarril del Pacífico. Había nacido con el siglo veinte y llevaba las mismas cuentas; decía que si se moría el siglo, él también lo haría. Tenía la misión de templar la cadena en el paso a nivel del barrio Bolívar con la carrera sexta de Popayán (la misma por donde ganó un circuito ciclístico el enjuto español Martín Colmenarejo en la Vuelta a Colombia de mil novecientos sesenta), un cruce diagonal que, después de veinte muertos, arrollados por el tren, se volvió fatídico. Los conductores de vehículos decían que veían a la locomotora cuando la tenían encima; la diagonal era engañosa, parecía que se alcanzaba a traspasar los rieles, pero en la confluencia de dos móviles en oposición casi paralela, ganaba el tren.
Don “Pachito” estiraba una cadena gris en el lado norte que era invisible a la vista de los conductores que venían del sur; tampoco oían los repiques de campana, que para el caso era un pedazo de riel colgado bajo el alero de la caseta de vigilancia que el viejo cadenero golpeaba insistente con una varilla. El ulular del tren era una lejana referencia que en pocos segundos se confundía con la desgracia. Fueron incontables los vehículos que quedaron despanzurrados en ese paso a nivel, entre los rieles y la cadena de don “Pachito”, sin contar los suicidas que hacían espectacular su faena de hacerse moler y descuartizar por las ruedas de acero después de tres fracasos amorosos. Ante este reiterativo despliegue de muertos y heridos se hizo necesario construir el gigantesco –para la época– hospital San José, allí, en frente, donde se recomponía lo que se podía de los cuerpos desmembrados o se bendecía lo que iba para el cementerio. Allí también proliferaron, hasta hoy, salones de pompas fúnebres, carpinteros de cajas y cajones y funerarias de todos los precios a los que se tasaba la ausencia vital.
De baja estatura, delgado, nariz puntiaguda, seco de cara, en medio de cortas canas que cubría con un sombrero de paño gris de ala campesina, don “Pachito”, en cada sonrisa de caja dental postiza, exhibía un solitario diente de oro y una pueblerina simpatía asociada a esa indumentaria de rielero: pantalón de dril caqui, chaqueta habana que intentaba ocultar su camisa a cuadros de corduroy y zapatos de cuero de media caña.
En su caseta de vigilancia nos contaba –éramos niños curiosos de calzón corto– cómo había nacido el tren: según él, todo empezó en el crucero a donde llegó el presidente Marco Fidel Suárez por allá por el año mil novecientos veintidós a observar las obras. Ni don “Pachito”, ni la negrería de la región habían visto un tren. Cuando éste llegó, trayendo al presidente, todos salieron despavoridos por el ruido y el tamaño descomunal de la máquina que parecía un monstruoso engendro que resoplaba como humano y echaba humo negro sin saber de dónde. Calmado el monstruo, la población se fue acercando con precaución, pero en cada estertor del tren la muchedumbre volvía a correr. Allí, en ese asentamiento de mineros, que lavaba su pobreza el río Cauca, se construyó un rotacional para que la máquina tractora cambiara de sentido y se devolviera hacia el norte. Todavía faltaba el tramo del sur, hasta Popayán.
El presidente dijo que necesitaban más trabajadores para continuar la trocha, y entonces, alzando la mano, “Pachito” se vinculó a los Ferrocarriles Nacionales. El presidente Suárez, después de hablar, comer y dormir en una excelente tienda de campaña, como se veía en las películas de safaris del Congo, partió hacia la capital dejando como recuerdo su apellido metido, como impronta, en ese pueblo naciente.
En tanto el joven “Pachito” se hizo obrero de machete, de pica y pala, de espolines, maquinista del vagón-carreta del supervisor de trocha, hasta alcanzar –después de treinta años– la seguridad burocrática de cadenero. “Para el año sesenta me pasarán a la estación; allí me jubilaré”, dijo, convencido de las bondades de su empresa. Pero don “Pachito” continuó viendo nuevos cadáveres triturados por el gigante negro en el paso a nivel, hasta que llegó el momento definitivo que acabó con los muertos, la cadena, el autoferro y todo el Ferrocarril del Pacífico.
Próximo a cumplir sesenta y cinco años de edad, estaba colocando sellos a los tiquetes de pasaje en la estación; tenía tiempo y edad de jubilación, pero seguía laborando porque “yo no sé hacer nada más”; tampoco sabía ser padre, ni esposo, ni siquiera amante casual. Don “Pachito” pasó por los ferrocarriles como pasan los inútiles por una escuela: para admirarse de lo que nunca serán. Veía a los pulcros directivos con veneración de dioses; le impresionaba el conocimiento de los empleados; descubría que su empresa era un entramado de saberes, necesarios para poner a rodar sus máquinas con precisión. Además de trenes, el Ferrocarril del Pacífico tenía un sistema novedoso de comunicaciones; unas eficientes enfermerías; una surtida cooperativa de abastos. La información le llegó tarde, cuando empezaron a disminuir los despachos de locomotoras de carga y pasajeros.
Estaba en su labor de colocar sellos a los tiquetes cuando el administrador de la estación llegó con una orden que parecía inverosímil:
-“Pachito”, suspenda que ya no viene el autoferro de Cali.
El autoferro, una máquina impulsada por ACPM, que no hacía humo como el tren y era utilizada por los más adinerados, siempre llegaba a las tres de la tarde de Cali, precedida de un pito familiar que las señoras identificaban como la hora del entredía. Esa vez no llegó y muy pocos se extrañaron, entre ellos don “Pachito” y las matronas del barrio Bolívar.
Al otro día volvió a aparecer el administrador para ordenarle:
-“Pachito”, selle treinta tiquetes no más. Serán los últimos, porque el tren no vuelve a Popayán.
En su fosilizada ignorancia, don “Pachito” preguntó:
-¿Se dañó la locomotora, doctor?
-Se acabó la empresa.
Esa vez tampoco hubo quién se extrañara por la ausencia de trenes. Los más felices por esta súbita decisión de aniquilar el ferrocarril fueron los conductores de vehículos que por primera vez atravesaban el paso a nivel sin voltear a ver los rieles ni la cadena de don “Pachito”, tirada sobre el pavimento como una vieja culebra inofensiva.
Esa última orden no fue ejecutada por don “Pachito”. Se levantó de su improvisada mesa y salió por el arco principal del bello edificio republicano, sin despedirse. Vio, a su izquierda, las bodegas cerradas, sin camiones, que hacían más amplias las calles de acceso; miró, hacia el sur, la fila interminable de palmeras que se perdían en una expedita vía al centro de la ciudad. Bajó las gradas que daban al parque simétricamente dispuesto para vehículos y peatones y caminó hasta alcanzar la sombra de un tulipán florido. Siguió de largo, apartando –a golpes de zapato– los corozos rojos que se habían desprendido de las palmeras por los vientos de agosto; orientó sus pasos por la vía sexta en dirección al hospital San José.
Iba a ver por última vez el paso a nivel, su caseta y su cadena…, iba llorando, como único ciudadano en duelo; hundido en su vejez, como si ya no importara vivir.