domingo, 27 de febrero de 2011

Los bellos animales

Los animales son nuestros compañeros de viaje en esta vida. Son aliados y fieles amigos sin esperar retribución a cambio. Sin embargo, el hombre los trata mal y muchas veces con crueldad. En casi todas, por no decir todas, las academias militares utilizan animales para enseñar a matar y eliminar la compasión del futuro cadete. Todavía vemos películas inglesas y norteamericanas donde los señores de la realeza y sus herederos organizaban sesiones de caza; los ingleses para perseguir a las liebres y los norteamericanos para extinguir a los venados. Esta práctica la elevaron a fiesta nacional. En nuestra cultura hispana también hay cacería de patos, práctica que incursionó en Paletará de la mano, o mejor, de la escopeta del presidente Guillermo León Valencia, cuando era un páramo donde se veían animales silvestres; hoy los patos están pegados a las fotografías de los tiempos idos.

Todos los animales son bellos; todos los animales son útiles, así no nos demos cuenta por ignorancia. Ningún animal es agresivo en contra del ser humano, salvo que éste le haya amaestrado para serlo o aquel presienta un ataque; el animal, por ese instinto de supervivencia que tiene desarrollado, actúa con las defensas que la naturaleza le ha otorgado, algunas veces letales. Hasta la serpiente más mortal se aleja de las pisadas del hombre o de un animal mayor; sin embargo se enrosca y muerde a quien la persiga o se atreva a internarse en su nido. El hombre es el único ser que ataca para matar, sin motivo y a traición y se enoja que otra especie se defienda. El hombre es el único ser que goza con el sufrimiento de un animal: ahí están las corridas de toros, que deberían abolirse por entrañar la muerte con tortura de un ser noble; las peleas de gallos, que igual deberían prohibirlas por ser prácticas despreciables que estimulan la violencia y la convierten en intercambio de dinero.

El hombre escaló un amplio espectro de su civilización con la ayuda del caballo, pero hoy, este soberbio animal debe descansar y no andar arrastrando cargas superiores a sus fuerzas.

Qué sería de nuestro diario discurrir si no hubiera aves cantoras, pajaritos silbadores, golondrinas, águilas y gallinazos, libres en el aire y en los árboles; seguro no habría poetas que es como decir, no habría vida. Estoy por teorizar que los potenciales suicidas ya no escuchan el sonido de las aves, ni el viento que se agita, ni el golpe de las olas del mar, ni el ladrido de un perro, y por eso caen en una profunda depresión. Sus oídos están llenos de silencio, que es ausencia de vida, y carecen de sonidos, que es ausencia de muerte.

Proteger a los animales es un imperativo de vida (la nuestra), ellos también tienen derecho a disfrutar su propia naturaleza, nos acompañan y hacen placentera nuestra efímera travesía.  

sábado, 26 de febrero de 2011

Consejos prenupciales

Una dama de exquisito humor, estaba preparando a la novia para su próximo casamiento. Visiblemente nerviosa, la futura desposada, trataba de ver defectos en el consorte con el fin de que la matrona le aconsejara el comportamiento a seguir.
-Doña María Jesusita: Me parece que Roberto no va a dejar de beber.
-¡Ay! Filomena, que beba. Lo importante es que siempre coma en casa.
-Unas primas, que lo conocen bien, dicen que Roberto no deja dormir por los ruidos que hace.
-¡Primor! Una mujer nunca se casa con el hombre que sueña, sino con el que ronca.

domingo, 20 de febrero de 2011

El tren de don “Pachito” (Cuento)

El tren de don “Pachito”
(Cuento)

Don “Pachito” sobrepasaba los cincuenta y siete años de edad y seguía trabajando; era el cadenero del Ferrocarril del Pacífico.  Había nacido con el siglo veinte y llevaba las mismas cuentas; decía que si se moría el siglo, él también lo haría.  Tenía la misión de templar la cadena en el paso a nivel del barrio Bolívar con la carrera sexta de Popayán (la misma por donde ganó un circuito ciclístico el enjuto español Martín Colmenarejo en la Vuelta a Colombia de mil novecientos sesenta), un cruce diagonal que, después de veinte muertos, arrollados por el tren, se volvió fatídico.  Los conductores de vehículos decían que veían a la locomotora cuando la tenían encima; la diagonal era engañosa, parecía que se alcanzaba a traspasar los rieles, pero en la confluencia de dos móviles en oposición casi paralela, ganaba el tren. 
Don “Pachito” estiraba una cadena gris en el lado norte que era invisible a la vista de los conductores que venían del sur; tampoco oían los repiques de campana, que para el caso era un pedazo de riel colgado bajo el alero de la caseta de vigilancia que el viejo cadenero golpeaba insistente con una varilla.  El ulular del tren era una lejana referencia que en pocos segundos se confundía con  la desgracia.  Fueron incontables los vehículos que quedaron despanzurrados en ese paso a nivel, entre los rieles y la cadena de don “Pachito”, sin contar los suicidas que hacían espectacular su faena de hacerse moler y descuartizar por las ruedas de acero después de tres fracasos amorosos.  Ante este reiterativo despliegue de muertos y heridos se hizo necesario construir el gigantesco –para la época– hospital San José, allí, en frente, donde se recomponía lo que se podía de los cuerpos desmembrados o se bendecía lo que iba para el cementerio.  Allí también proliferaron, hasta hoy, salones de pompas fúnebres, carpinteros de cajas y cajones y funerarias de todos los precios a los que se tasaba la ausencia vital.
       
De baja estatura, delgado, nariz puntiaguda, seco de cara, en medio de cortas canas que cubría con un sombrero de paño gris de ala campesina, don “Pachito”, en cada sonrisa de caja dental postiza, exhibía un solitario diente de oro y una pueblerina simpatía asociada a esa indumentaria de rielero: pantalón de dril caqui, chaqueta habana que intentaba ocultar su camisa a cuadros de corduroy y zapatos de cuero de media caña.
En su caseta de vigilancia nos contaba –éramos niños curiosos de calzón corto– cómo había nacido el tren: según él, todo empezó en el crucero a donde llegó el presidente Marco Fidel Suárez por allá por el año mil novecientos veintidós a observar las obras.  Ni don “Pachito”, ni la negrería de la región habían visto un tren.  Cuando éste llegó, trayendo al presidente, todos salieron despavoridos por el ruido y el tamaño descomunal de la máquina que parecía un monstruoso engendro que resoplaba como humano y echaba humo negro sin saber de dónde.  Calmado el monstruo, la población se fue acercando con precaución, pero en cada estertor del tren la muchedumbre volvía a correr.  Allí, en ese asentamiento de mineros, que lavaba su pobreza el río Cauca, se construyó un rotacional para que la máquina tractora cambiara de sentido y se devolviera hacia el norte.  Todavía faltaba el tramo del sur, hasta Popayán.
El presidente dijo que necesitaban más trabajadores para continuar la trocha, y entonces, alzando la mano, “Pachito” se vinculó a los Ferrocarriles Nacionales.  El presidente Suárez, después de hablar, comer y dormir en una excelente tienda de campaña, como se veía en las películas de safaris del Congo, partió hacia la capital dejando como recuerdo su apellido metido, como impronta, en ese pueblo naciente.
En tanto el joven “Pachito” se hizo obrero de machete, de pica y pala, de espolines, maquinista del vagón-carreta del supervisor de trocha, hasta alcanzar –después de treinta años– la seguridad burocrática de cadenero.  “Para el año sesenta me pasarán a la estación; allí me jubilaré”, dijo, convencido de las bondades de su empresa.  Pero don “Pachito” continuó viendo nuevos cadáveres triturados por el gigante negro en el paso a nivel, hasta que llegó el momento definitivo que acabó con los muertos, la cadena, el autoferro y todo el Ferrocarril del Pacífico.

Próximo a cumplir sesenta y cinco años de edad, estaba colocando sellos a los tiquetes de pasaje en la estación; tenía tiempo y edad de jubilación, pero seguía laborando porque “yo no sé hacer nada más”; tampoco sabía ser padre, ni esposo, ni siquiera amante casual.  Don “Pachito” pasó por los ferrocarriles como pasan los inútiles por una escuela: para admirarse de lo que nunca serán.  Veía a los pulcros directivos con veneración de dioses; le impresionaba el conocimiento de los empleados; descubría que su empresa era un entramado de saberes, necesarios para poner a rodar sus máquinas con precisión.  Además de trenes, el Ferrocarril del Pacífico tenía un sistema novedoso de comunicaciones; unas eficientes enfermerías; una surtida cooperativa de abastos.  La información le llegó tarde, cuando empezaron a disminuir los despachos de locomotoras de carga y pasajeros.

Estaba en su labor de colocar sellos a los tiquetes cuando el administrador de la estación llegó con una orden que parecía inverosímil:

-“Pachito”, suspenda que ya no viene el autoferro de Cali.

El autoferro, una máquina impulsada por ACPM, que no hacía humo como el tren y era utilizada por los más adinerados, siempre llegaba a las tres de la tarde de Cali, precedida de un pito familiar que las señoras identificaban como la hora del entredía.  Esa vez no llegó y muy pocos se extrañaron, entre ellos don “Pachito” y las matronas del barrio Bolívar.

Al otro día volvió a aparecer el administrador para ordenarle:

-“Pachito”, selle treinta tiquetes no más.  Serán los últimos, porque el tren no vuelve a Popayán.

En su fosilizada ignorancia, don “Pachito” preguntó:

-¿Se dañó la locomotora, doctor?

-Se acabó la empresa.

Esa vez tampoco hubo quién se extrañara por la ausencia de trenes.  Los más felices por esta súbita decisión de aniquilar el ferrocarril fueron los conductores de vehículos que por primera vez atravesaban el paso a nivel sin voltear a ver los rieles ni la cadena de don “Pachito”, tirada sobre el pavimento como una vieja culebra inofensiva.

Esa última orden no fue ejecutada por don “Pachito”.  Se levantó de su improvisada mesa y salió por el arco principal del bello edificio republicano, sin despedirse.  Vio, a su izquierda, las bodegas cerradas, sin camiones, que hacían más amplias las calles de acceso; miró, hacia el sur, la fila interminable de palmeras que se perdían en una expedita vía al centro de la ciudad.  Bajó las gradas que daban al parque simétricamente dispuesto para vehículos y peatones y caminó hasta alcanzar la sombra de un tulipán florido.  Siguió de largo, apartando –a golpes de zapato– los corozos rojos que se habían desprendido de las palmeras por los vientos de agosto; orientó sus pasos por la vía sexta en dirección al hospital San José.

Iba a ver por última vez el paso a nivel, su caseta y su cadena…, iba llorando, como único ciudadano en duelo; hundido en su vejez, como si ya no importara vivir.

sábado, 19 de febrero de 2011

Lección de historia

En el Popayán chiquito, de los extinguidos años treinta del siglo pasado, unas jovencitas preparaban un examen de historia del lejano oriente. En uno de los textos encontraron un vocablo nuevo para ellas, sin significado alguno conocido. Se dieron a la tarea de abordar al poeta Guillermo Valencia que tenía fama de enciclopedista y le preguntaron:
-Maestro, ¿qué es eunuco?
-¡Lindas damas! Eunuco, es uno de esos jóvenes funcionarios encargados de cuidar a las princesas y, para evitar roces profundos, tienen el bastón sin borlas.

domingo, 13 de febrero de 2011

Entre escritoras

Es lo que ahora se llama un conversatorio y antes, una tertulia dirigida. El escenario es amplio pero acogedor; íntimo, sería el término donde la luz acude abundante a los personajes, cuatro damas jóvenes, con gafas de modelaje y un moderador no tan joven, pues hasta canas tiene, mientras al resto del auditorio lo rodea la penumbra. El público está presente en buen número pero es como si estuviera ausente para las damas prestas a conversar, que no ven más allá de su propia iluminación.

Empieza el moderador.

Díaz: Tenemos cuatro figuras representativas de la nueva narrativa colombiana… Me gustaría conocer sobre cómo elaboran los textos y de dónde surgen los personajes de sus cuentos.
Carolina 1: Escribo con humor. Siempre acudo a la ironía para que la lectura de mis textos sea placentera al lector.
Carolina 2: Para mi es fundamental el ritmo de las palabras, por eso escribo y leo en voz alta, para asegurarme de que el ritmo se mantiene.
Margarita: El mensaje tiene que ser claro. Los recursos del idioma para adornar los textos, son secundarios.
Melba: Utilizo mucho el misterio para que mis historias sean interesantes.
Carolina 1: Mis personajes no existen en la realidad, no se pueden encontrar en la vida real, son inventados.
Carolina 2: A veces utilizo la vida real como drama para crear a mis personajes. Mi experiencia en el teatro me permite inventar a partir de la realidad que desborda la imaginación.
Margarita: Mis historias pueden haber sucedido o no; los personajes pueden existir o no. De todas maneras soy algo mentirosa, como toda mujer.
Melba: Mis personajes trajinan por la vida y en penumbra.

Interviene el moderador:

Díaz: Me gustaría que conversaran entre ustedes para quitar ese ambiente académico y entrar en un ámbito informal.

Margarita: Pues, mijo, si de eso se trata yo creo que debería hablar sobre sus experiencias, Carolina.
Melba: Aquí la única que tiene aventuras para contar es Carolina.
Carolina 2: Por referencias, de amigos, estoy totalmente de acuerdo.

Todas volvieron las miradas a Carolina 1.

Carolina 1: ¡Ve éstas! Ahora yo soy la puta del paseo. Ustedes tienen historias escondidas que no les han contado ni a sus maridos ajenos.
Melba: No te pongás así; a nosotras nos gusta oírte contar tus andanzas.
Carolina 1: ¿Y por qué no contás las tuyas? ¡Vos me ganás a mí!
Carolina 2: Bueno, bueno. No discutamos cosas baladíes. Somos escritoras y nos debemos a buenas expresiones, al buen decir.
Carolina 1: ¡Ah! Ahora resulta que yo soy la vulgar del grupo. Vos, Carolina, no escribís madrazos pero los decís y suenan feo.
Margarita: ¡Por Dios! Estamos en un escenario público y se trata de dar a conocer nuestro pensamiento a través de las palabras que sabemos manejar. Propongo que empecemos en orden de antigüedad…
Carolina 1: Entonces empezá vos.
Margarita: ¡No te admito tus ofensas! Quería decir por antigüedad de publicaciones hechas.
Carolina 1: De todas maneras, empezá vos.
Margarita: Veo que usás la ironía para ofender. Escribí mejor sobre pañales deschables…

Díaz: ¡Señoritas! ¡Señoras! Por favor, reiniciemos el conversatorio como al principio. Retomo la moderación. Carolina: Explícanos un poco sobre tu experiencia en Estados Unidos.
Carolina 1: Fue una experiencia enriquecedora. Conocí el alma de los autores norteamericanos. De primera mano supe por qué surgieron tantos escritores en especial en los primeros cincuenta años del siglo veinte. Fue producto de una sociedad en auge.
Melba: Yo estuve en Barcelona y eso fue definitivo para orientar mis narraciones.
Carolina 2: Me la paso viajando entre Bogotá y Los Ángeles, y en ese itinerario siempre aparecen los personajes que discurren por mis cuentos.
Margarita: Ahora, mi lugar de trabajo es Bogotá y aquí encuentro el verdadero sentido de la comedia y la tragedia humana. Es imposible no escribir sobre lo que sucede a mi alrededor.
Díaz: Agradecemos a estas encantadoras damas su presencia en este acto y al público, muchas gracias por su participación.

Se encendieron las luces de todo el recinto. Vimos agruparse las damas, dejando de lado al moderador, usando gestos excesivos, ojos agrandados, anteojos caídos y palabras que ya no podíamos oír porque habían cerrado los micrófonos.

sábado, 12 de febrero de 2011

Diarrea fúnebre

Ese bendito plato de espaguetis me dañó el estómago. Comer de noche las pastas, cargadas de queso parmesano y tocineta, fue el peor error que pude cometer con mi delicado intestino; ahora tengo la urgencia de la evacuación y voy por estas calles iluminadas, con viviendas cerradas al frio nocturno, con los guardias atisbando movimientos inusuales, con algunos vecinos mirando a través de las ventanas. Cada vez siento más agudos los dolores en mi bajo vientre, retorcijones de entrañas que me hacen sudar, inminencia de un desalojo fecal que reprimo por decencia conmigo mismo.

Al voltear la esquina, veo al frente una congregación fúnebre en una residencia con escasa luz. Es un velorio. Vi ese velorio como una salvación para mi estado descompuesto por una diarrea interrumpida. Entré sin saludar a los presentes, todos extraños para mí, buscando en mi desesperación el sanitario social. Detrás del féretro, una puerta estrecha lo indicaba. Sin ninguna decencia, caminé rápido hacia el cuartito salvador; me veían como a un doliente más y, seguro por el sudor excesivo y mi palidez extrema, me inclinaban la cabeza como correspondiendo a mi dolor.  Abrí y cerré la puerta con la agilidad digna del dueño del inmueble; sólo que no encontré el interruptor de la luz y en plena oscuridad me bajé los pantalones, los calzoncillos y apunté a ese ruedo tenuemente claro que se veía como la taza del inodoro. Descargué con fruición el contenido represado que salió como un chorro de agua y heces en pedazos. Pero la oblea blanca era la tapa del sanitario que recibió, encima, toda la chorrera y le cambió el color pálido a un color que se confundió con la oscuridad. No se podía hacer más: el bendito inodoro tenía puesta la tapa; la taza del sanitario no recibió lo que tenía que recibir, pero sí se desparramó la mierda y su olor fétido por todo el cuartito. En esa oscuridad, como pude, me limpié con papel higiénico que también se hizo visible como una cosa blanca, colgada. Me subí los pantaloncillos, los pantalones y ya, descansado de la angustia, salí del cuarto a enfrentarme con la acusación de todos los dolientes por mi grosera acción. Al principio me sorprendió, pero luego de percibir la fetidez que había inundado toda la casa, lo comprendí:

En la sala estaban el muerto y yo, nadie más.