domingo, 5 de septiembre de 2010

La guerra: ¡Un horror!

Un señor cuarentón, de tez trigueña oscura, estatura normal, pelo negro y crespo, con atavismos desordenados de clase media decadente, interrumpió una conversación de amigos, que estaban comentando los sucesos del rompimiento de relaciones de Venezuela, para lanzar una expresión inesperada: ¡Nosotros lo que necesitamos es guerra! Y lo dijo en serio.
Que aún haya personas que estén convencidas de que los desacuerdos, las diferencias entre seres humanos, se deben resolver por la fuerza, nos produce un desaliento por el porvenir civilizado de la humanidad. Que haya personajes, seguramente padres de familia, que invoquen una guerra, es porque quieren un destino trágico para sus hijos. Que haya individuos que deseen la guerra, es porque no la han vivido, ni la vivirán; si acaso la mirarán de lejos como juegos pirotécnicos en una pantalla de televisión. Que aún existan tipos que crean que matar es heroico y destruir lo hecho, cosa de machos, nos devuelve a las cavernas como a brutos trogloditas. Que todavía deambulen jóvenes –seguramente influenciados por sus padres– con el convencimiento de que hay que hacerse respetar a golpes de plomo ante una agresión accidental o baladí, o por valores inventados, nos ubica en la nueva cultura machista del traqueto, del sicario, del parcero, del pandillero, del nuevo hombre, para quien la vida tiene un precio, cuando no vale nada –según la mafia, según la ley de los bajos fondos–. Estos jóvenes nunca cambiarán un país, nunca construirán Nación, porque sus peleas son chiquitas y sus acciones jamás alcanzarán la trascendencia de las grandes transformaciones que otorga el respeto al contrario. Los políticos nuestros, que detentan el poder, lo saben, de ahí que fomenten la cultura del muerto fácil –así lo lloren como cocodrilos–, que valoricen la ignorancia atrevida sobre la educación, que nieguen el poder del diálogo civilizado sobre la brutalidad ignominiosa de las armas, que exalten al patán ignaro –algunas veces armado– frente al maestro conciliador –siempre desarmado–.

En Colombia, quienes le apuestan a la guerra no saben que sufrimos una desde hace sesenta años –si no más– y que cada día se agudiza en sanguinaria; que la ignorancia consciente de los gobernantes y la indiferencia de los ciudadanos no la vuelve invisible; que, si no se resuelve, algún día estallará en nuestras puertas. Para entonces, será demasiado tarde haber conjurado nuestros conflictos en forma civilizada.


Le pasó al pueblo alemán: después de transitar todas las expresiones de la violencia, como una cultura germánica del aniquilamiento; después de ser engañado por su gobierno –de que estaba ganando la Gran Guerra–; después de vivir en las ciudades disfrutando de un bienestar aparente; de escuchar los sonidos de la guerra por la radio, ese gran pueblo se derrumbó en desgracia cuando vio horrorizado cómo las bombas aéreas de los ingleses destruían sus bellas ciudades medievales y sus familias; cuando escuchó a los cañones rusos arrasar pueblos, ciudades y alemanes de todas las condiciones, reacción militar esperada por la destrucción de Estalingrado. En esos momentos, ni la rendición incondicional garantizaba la vida.  
Hoy el pueblo alemán –extensivo al pueblo europeo que sufrió la segunda guerra mundial– detesta, rechaza la confrontación armada; sabe que es una desgracia cuyas consecuencias, de atraso y sometimiento,  pueden durar cincuenta años… o más.

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