domingo, 26 de septiembre de 2010

“Prosaico y Versaico”

Carlos Vicente Tapia es un poeta tardío, según dice, por atreverse a publicar sus versos hoy, cuando los nuevos lectores prefieren el Twitter, el Ipad, el Blackberry y desconocen la sensibilidad, sobre el papel, de un bardo trajinado en maromas artísticas.

Confieso que soy negado para la poesía, de la misma forma que escucho la música, pero soy incapaz de cantar frente a una congregación de sordomudos o componer tres compases shakirescos o juanescos, y eso que cualquiera lo hace. (Quienes lo hacen mucho mejor no tienen los padres millonarios que se necesitan para triunfar.) Tampoco me atrevo a sacar notas de cualquier instrumento musical; como decía el guachimán de la garita, lo único que sé tocar es la puerta, y eso, cuando tiene ding dong inalámbrico.
Esa negación virtuosa que tengo, no me impide descubrir la belleza entretejida  de los breves versos de “Prosaico y Versaico”, el libro de Carlos Vicente. Desde su

“Definición del ser humano”

Ni demonios ni ángeles:
amores
y sueños
y ríos de luchas.

hasta sus “Poesías ebrias de electricidad” a donde llegué en una maratón placentera, permitió reconciliarme con la poesía. Ahora, creo, podré afrontar las interminables  odas de los poetas griegos  (¿escribieron odas los griegos?), gracias a Carlos Vicente.

Otra cosa pensarán los que componen la generación de la información, para quienes lo que no registra la red no merece una lectura. Los sentimientos no están en la web, están las expresiones jeroglíficas que los anulan. Enamorar en la red es como intentar un acercamiento de quinto grado entre un humano con “amores y sueños” y un alienígena con tornillos y cables. Carlos Vicente es atrevido y sabe expresarlo:

INTERNEANDO

HTTP Te amo
//
:
Sobre la cama
a lo macho, te hago tu portal
y a punto de electro-orgasmos
te mando al ciberespacio
donde hay un árbol virtual
en el que está tallado un corazón
iluminado
que dice
Carlos y la Impresora…SE AMAN!!!

Sí, los poetas son como las mujeres: no están hechas para entenderlas, están dispuestas para ser amadas. Entender la belleza es un imposible, la razón patina y el sentimiento salta. Quienes piensan para amar terminan amando sin pensar, es el triunfo del sentido. Eso tiene Carlos Vicente –el poeta– y por eso lo dice:

Adorable mujer eres en mi, para mi, las manos, un cuerpo que constituye mi mundo, el universo movilizado, la sombra de lo sido, la posibilidad del futuro amado, los senos, la zona más álgida, miel sobre tu cuerpo, la luz de la medianoche donde yo fui a parar integrado en ti,: voz, presencia, mano, recuerdo, soles que quiebran el frío de no ser, más allá de la vida, en que vuelvo a ser átomo de mí en ti, reconvertido en un mundo de sentimientos que me definen, todo, en ti, más allá de los pétalos que dicen que sí, que me quieres, en la margarita blanquecina en que zumba tu amor entre las abejas que la polinizan después de nuestras noches bellas.

Soy negado para la poesía, pero, de la mano de Carlos Vicente Tapia, transitando su “Prosaico y Versaico” libro, he empezado a sentirla.

sábado, 25 de septiembre de 2010

Saber y sabor taurino.

En otra corrida de toros, de enero en Popayán, alternó la información taurina Paco Luna con Carlos Zapata, ambos locutores de Caracol. Paco era un comentarista muy informado que cuando entrevistaba a cualquier torero, describía con minucioso detalle su traje de luces:
-Aquí está con vosotros Gitanillo de América. Debo decir que luce un capote grana de mucha finura; su traje de corte clásico, con incrustaciones gualda, es un nazareno y plata. Pero demos paso a mi amigo Carlos Zapata para que nos haga igual descripción con su invitado. Adelante, Carlos.
-Mi estimado Paco, sólo te puedo decir que el único que está conmigo es el Sagrado Corazón de Jesús.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Música de réquiem (Cuento).

Música de réquiem
(Cuento)

Esta sinfonía nació con la muerte.

Empezó a emerger desde un olor luctuoso, a estructurarse sobre un lecho de moribundo, a consolidarse con el estertor final de la vida.
En una alcoba de finales del siglo de la Colonia Española, de apabullantes cortinas, de inmenso espacio otorgado al lujo, estaba muriendo el patriarca de la familia: ochenta y nueve años reducidos a un débil caudal de penas de sus hijos y a la indiferencia consciente de sus nietos. Su voz, ahogada entre flemas persistentes, salía con silbidos carraspeados en diferentes tonos. Cuando alcanzaba el trémolo agudo sobrevenía la tos débil que no expectoraba, despejaba incompleto el conducto de la faringe que volvía a obstruirse. Entonces se percibía una paz sin sonidos, en breves segundos, para volver a la angustia por la falta de aire, a esos ojos abiertos a la inmensidad de lo desconocido, a ese tránsito obligado entre la vida y la muerte, como la vigilia que separa al sueño del despertar cierto.  El patriarca murió sin emitir una palabra articulada; sus gestos y sus ojos, gastados por los años, de movimientos débiles, adornaban un discurso mudo. Nadie supo su última voluntad. Emitió un largo suspiro en diferentes tonalidades de silbido y se hundió en la almohada y en el lecho, tupido de sábanas, cual flácida mortaja. El patricio ya era insignificante.

 Ahora tengo la sinfonía en partitura y los sonidos en mi cabeza; no se ha escuchado aún, pero es bella, sólo yo lo sé. Estuve largas noches acompañando al viejo en su compromiso de morir, que se aferraba a su pedazo de vida; en la última instancia, se impone la luz que disipa las tinieblas  al profundo oscuro de la nada. La música empieza por exaltar esa luz, la misma que vemos al nacer y permanece en nuestro cerebro inconsciente toda la vida como una constante certeza de la existencia; sigue evocando cada variación en su intensidad hasta alcanzar el torrente de la juventud, etapa donde todo es posible menos la muerte. Finalmente –y es el movimiento más largo, como si fueran dos, dado a la vida en un lecho de muerte–, la decadencia va acompañada de una sublime actividad que se extiende hasta la senectud; aquí, el final logra prolongarse por el apego a la vida; la misma desesperación de morir hace volver a vivir; es la agonía.

El público, ese inmenso verdugo, quiere sentir el sufrimiento ajeno, no el propio; quiere ver de cerca a la muerte sin sufrirla; quiere divertirse con la tragedia de otros. Por eso mi sinfonía es bella y el público la gozará.  Es como estar en el palco del Coliseo Romano, al lado del César, en los comienzos de nuestra era, viendo morir, con fruición, a otros humanos despedazados por las garras de las fieras o por la fuerza de los gladiadores, con la seguridad de no tener la ocasión de caer en la arena. Esta música nació en el lugar a donde todos iremos a parar y recrea una tragedia que se hace ajena, imposible por ahora; no pensamos, ni por un instante, que podamos llegar a ese último trance, el del estertor agónico.

Empecé los ensayos con la orquesta. Los músicos se regocijaron con los compases del primer movimiento; observaban que las notas eran encadenadas hacia un propósito. Hubo unas insinuaciones sobre incluir voces; yo consideré innecesaria la presencia de coros para mostrar esa edad que no habla o que habla sin pensamiento propio. A pesar de esto, fue extenuante llegar a una aceptable interpretación del movimiento inicial.
Cuando afrontamos los ensayos de la segunda parte se notó la alegría de los músicos; esto me dio una medida de la metáfora que había incluido para representar a la juventud: una explosión de trompetas a manera de aventuras de conquista, al fondo la percusión que significaba el poder, atenuado por las cadencias del amor en continuos vaivenes de vientos de madera y violines. Los intérpretes estaban entusiasmados. Este ensayo no requirió ninguna corrección de la partitura; los músicos lo interpretaron tal como mi gusto de compositor lo hubiera deseado.
Otro fue el clima al abordar el tercer y final movimiento: aparecen los coros en persistente canto lúgubre. Algún fagot lamentaba la decadencia vivencial y los violines eran opacados por las voces en reiterado lamento. Los cantos femeninos eran tragedias, los masculinos el despertar en las sombras; iban y venían como anunciando lo inexorable. A cada sesión de violines acudía el coro mixto para atenuarlo, como ese esplendor de vida en un cuerpo humano que, al cruzar el tiempo, es debilitado por la enfermedad. Los compases en oscilación representan esa vida plena que sabemos va camino del final. Después hay un recogimiento necesario, una larga angustia cantada, acompañada de unos lejanos sonidos monocordes de violín. La cavilación aquí es la extensa tristeza. Los solistas, soprano y tenor, se niegan a dejar de vivir, protestan por esa injusticia trascendental, suplican y lamentan. Es un cántico en el vacío, una aflicción apabullada por la fuerza del destino, un presagio mortal.
Este tramo de música es toda la agonía de un ser humano que se hunde en la vida sabiendo que lo espera la muerte. Los coros vuelven a recobrar ese vaivén de alegría que es la última manifestación del ser vivo y abruptamente finalizan con un breve golpe de tambor como debe corresponder a la exhalación del aire final.

Sí, esta sinfonía nació con la muerte.

Antes de su estreno, en el gran teatro de la ópera, sucedieron hechos que impedían su presentación al público, como un designio premonitorio. Un leve temblor de tierra hizo que se partieran unas tablas del proscenio; no fue grave el daño, pero obligó a un aplazamiento del estreno. Más tarde, los acontecimientos derivados de una lluvia prolongada, como diluvio imprevisto, fijaron otro retardo. Esta vez la gravedad fue trágica: los muertos por ahogamiento alcanzaron los barrios periféricos. Cuando todo parecía estar listo para el acontecimiento, una epidemia condujo a todos los músicos de la orquesta a un reposo drástico; el diagnóstico los recluyó como enfermos virales. No podía haber casualidad en los tres aplazamientos; sin embargo, hubo quien intentó una explicación esotérica, un augurio sombrío para que mi obra no se estrenara con pompa al público porque podría llevar a consecuencias peligrosas. ¿Contra quién o contra qué?, no daba cuenta el brujo adivino, quien recomendaba no estrenar la obra musical hasta pasado el maleficio. ¿Cuál maleficio? ¿Maleficio causado por qué? Contra toda recomendación fantasmagórica, el concierto se hizo.

Ese día el sol brillaba más intenso, como sol de verano; la tarde era un despliegue de paisajes  abrumados con luces de atardecer y la noche exenta de nubes y atiborrada de estrellas. El teatro de la ópera a las siete de la noche estaba vacío de público; llegando a las ocho, una tercera parte de su aforo estaba ocupada. Cuando la orquesta se hizo presente en el escenario, la mitad del teatro tenía sus sillas cubiertas; después de los dos primeros movimientos estaba repleto. Y vino el tercero –adicionado al cuarto– y último movimiento. Yo ocupaba, como de costumbre, uno de los palcos laterales, como un observador avezado. Disfruté la bella interpretación que hasta ese momento había ejecutado la orquesta; tenía una pequeña duda sobre algunos vientos del primer movimiento, pero no demeritaba el total de esa parte de la composición.
Los coristas estaban dispuestos en rígidas filas detrás de la orquesta, elegantemente vestidos de negro, hombres y mujeres. Cuando empezó a cantar el coro femenino, percibí un terror de pesadilla; me sentí incómodo como si una opresión nublara mi juicio. La impresión duró tanto como ese desgarro imposible de la faringe del patriarca la víspera de su muerte, cuando creíamos que era su fin; superado el ahogo angustioso del viejo, todos los presentes volvimos a calmarnos. Me sucedió a mí en el teatro, en la culminación del estreno, en extraña repetición. Los coros volvieron a recordar el momento fúnebre, en iguales y sucesivas combinaciones con violines, violas y fagots taciturnos. La música llegaba a un pináculo de esplendor, que no recordaba haber escrito, para luego descender lenta e inexorable a la agonía de las voces masculinas. Volvió a repetirse la opresión angustiosa, volvió el terror indefinido, volvió la imagen del viejo patriarca con su remanso de flema represada y esa tos inútil. Los coros profundizaban el dolor en su vaivén rápido para, súbitamente, hacerse lento. La música llenaba la sala con un macabro lamento. Se hizo patética en un pasaje coral la expresión: “Sufro la muerte”, encriptada en bajos profundos. Tampoco se había escrito así y me extrañó aun más que se repitiera con otra frase: “Termina ya”. Quise levantarme pero no pude, estaba paralizado y sudando sin razón aparente. Me asaltó el pensamiento del maleficio; miré alrededor desde mi palco y vi cabezas de público fijas, como quietas en la penumbra. Cuando comenzó el último tramo del movimiento final donde los coros se diluían en prolongadas notas oscuras, en sostenidos lejanos, volvió a atormentarme la angustia que desembocó en un verdadero terror porque sabía que después de tres compases llegaba al fin la sinfonía con el golpe seco de tambor.  Vi al patricio sobre sus sábanas lechosas agitando sus manos en un discurso mudo expresivo: “vas a morir, no me atormentes más”; vi al César en el Coliseo Romano inclinando el dedo pulgar derecho hacia abajo que concedía al gladiador triunfante la potestad de matar; vi a la muerte de frente cuando la orquesta se apagó para dejar solo al tambor que emitiera la última nota.

Mi corazón dejó de latir.

Escuché, entonces, en medio de una levitación etérea, el atronador aplauso y las ovaciones apoteósicas de aceptación de mi sinfonía.  

sábado, 18 de septiembre de 2010

El “Genio”, reactivo.

Cruzaba la calle cuarta, entre carreras sexta y séptima, de Popayán, el “Genio” Castrillón, cuando apareció un Studebaker piloteado por Guillermo Varona, que frenó –en plan de chiste– a escasos centímetros del descuidado peatón. Después del susto tan macho, arremangándose la camisa, en ademán boxístico, el “Genio” se acercó al vehículo; cuando distinguió la sonrisa del gigantón conductor, decidió dejar a un lado la agresión física para  increparlo a su estilo:

-¡Si fueras varón te daba en la jeta! ¡Pero agradecé que apenas sos Varona!

viernes, 17 de septiembre de 2010

Taurinos y taurófilos.

Estaba Carlos Zapata, locutor de Caracol en Popayán, entrevistando a los toreros de la temporada taurina de enero, en los camerinos, cuando oyó un estruendoso júbilo en la plaza, entonces dio cambio a su colega:

-Y ahora nos reporta desde la arena, Noel Campos; siga Noel y cuéntele a la audiencia qué sucede en este momento.
-Gracias, mi querido Carlos Zapata. Aquí apreciamos la entrada triunfal del rejoneador Okey Botero y todas sus bestias.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Preguntas que nunca hacen (ni se hacen) los periodistas colombianos:

¿Qué es política?

¿Para qué sirve un sistema político?

¿Por qué hay pobreza en Colombia?

Si sabemos que la pobreza no se corrige con la caridad pública ni la privada, ¿por qué se sigue insistiendo con esa práctica?

Si sabemos que los industriales y los grandes banqueros no tienen escrúpulos, ¿por qué los escasos proyectos de equidad social del gobierno se amparan en su desprendimiento?

Si un problema social, como la violencia en las comunas, no se resuelve con la fuerza de las armas, ¿por qué no se intenta corregirlo con una política social incluyente?

Nuestro actual sistema político no ha sido capaz de resolver el problema social, ¿no sería conveniente intentar con otro?

Cada año hay inundaciones con destrucción y damnificados en la costa norte colombiana, ¿cuándo, el Estado colombiano, va a resolver el problema, de raíz?

Llevamos casi cuatrocientos años de desigualdad social, ¿no es hora de cambiar de política?

¿Por qué existen guerrillas en Colombia?

Si desde 1952 existe un tratado militar con Estados Unidos para luchar contra las guerrillas, sin resolver el problema en 58 años, ¿por qué no se intentan otras soluciones, no militares?

¿Cuándo va a ganar el ejército, la policía, la fuerza aérea, la armada, la guerra contra las guerrillas? Llevamos sesenta años –o tal vez más– con partes de muertos de lado y lado, todos colombianos.

¿Por qué no se legaliza el tráfico de drogas, que ahora son ilícitas, para destruir el negocio clandestino que genera la violencia?

¿A quiénes les conviene que el tráfico de drogas no se legalice?
¿Acaso no son los mismos que se oponen a esta solución?

Si sabemos que el narcotráfico corrompe, ¿por qué se ordena al ejército su persecución cuando es un problema de policía?

¿Por qué el país más católico de América es el más violento de América?

sábado, 11 de septiembre de 2010

Es mejor a pie.

Un turista colombiano, que sabe de economía tanto como un judío, de visita al oriente medio, preguntó a un remero:
-¿Cuánto cuesta el paso al otro lado del lago Tiberíades?
El boga, después de observar de arriba abajo al potencial cliente, respondió:
-Diez dólares.
Se quedó pensando el turista sin decidirse y, para animarlo, remató el remero:
-Acuérdese que este lago fue el que atravesó Cristo a pie, sobre las aguas.
-¡Claro! ¡Con esos precios…!  

domingo, 5 de septiembre de 2010

La guerra: ¡Un horror!

Un señor cuarentón, de tez trigueña oscura, estatura normal, pelo negro y crespo, con atavismos desordenados de clase media decadente, interrumpió una conversación de amigos, que estaban comentando los sucesos del rompimiento de relaciones de Venezuela, para lanzar una expresión inesperada: ¡Nosotros lo que necesitamos es guerra! Y lo dijo en serio.
Que aún haya personas que estén convencidas de que los desacuerdos, las diferencias entre seres humanos, se deben resolver por la fuerza, nos produce un desaliento por el porvenir civilizado de la humanidad. Que haya personajes, seguramente padres de familia, que invoquen una guerra, es porque quieren un destino trágico para sus hijos. Que haya individuos que deseen la guerra, es porque no la han vivido, ni la vivirán; si acaso la mirarán de lejos como juegos pirotécnicos en una pantalla de televisión. Que aún existan tipos que crean que matar es heroico y destruir lo hecho, cosa de machos, nos devuelve a las cavernas como a brutos trogloditas. Que todavía deambulen jóvenes –seguramente influenciados por sus padres– con el convencimiento de que hay que hacerse respetar a golpes de plomo ante una agresión accidental o baladí, o por valores inventados, nos ubica en la nueva cultura machista del traqueto, del sicario, del parcero, del pandillero, del nuevo hombre, para quien la vida tiene un precio, cuando no vale nada –según la mafia, según la ley de los bajos fondos–. Estos jóvenes nunca cambiarán un país, nunca construirán Nación, porque sus peleas son chiquitas y sus acciones jamás alcanzarán la trascendencia de las grandes transformaciones que otorga el respeto al contrario. Los políticos nuestros, que detentan el poder, lo saben, de ahí que fomenten la cultura del muerto fácil –así lo lloren como cocodrilos–, que valoricen la ignorancia atrevida sobre la educación, que nieguen el poder del diálogo civilizado sobre la brutalidad ignominiosa de las armas, que exalten al patán ignaro –algunas veces armado– frente al maestro conciliador –siempre desarmado–.

En Colombia, quienes le apuestan a la guerra no saben que sufrimos una desde hace sesenta años –si no más– y que cada día se agudiza en sanguinaria; que la ignorancia consciente de los gobernantes y la indiferencia de los ciudadanos no la vuelve invisible; que, si no se resuelve, algún día estallará en nuestras puertas. Para entonces, será demasiado tarde haber conjurado nuestros conflictos en forma civilizada.


Le pasó al pueblo alemán: después de transitar todas las expresiones de la violencia, como una cultura germánica del aniquilamiento; después de ser engañado por su gobierno –de que estaba ganando la Gran Guerra–; después de vivir en las ciudades disfrutando de un bienestar aparente; de escuchar los sonidos de la guerra por la radio, ese gran pueblo se derrumbó en desgracia cuando vio horrorizado cómo las bombas aéreas de los ingleses destruían sus bellas ciudades medievales y sus familias; cuando escuchó a los cañones rusos arrasar pueblos, ciudades y alemanes de todas las condiciones, reacción militar esperada por la destrucción de Estalingrado. En esos momentos, ni la rendición incondicional garantizaba la vida.  
Hoy el pueblo alemán –extensivo al pueblo europeo que sufrió la segunda guerra mundial– detesta, rechaza la confrontación armada; sabe que es una desgracia cuyas consecuencias, de atraso y sometimiento,  pueden durar cincuenta años… o más.

sábado, 4 de septiembre de 2010

Síntomas de una sociedad que no lee.

El eminente cooperativista y catedrático Gerardo Mera Velasco, me confió que cuando hizo unas tarjetas de invitación para asistir a un congreso nacional del gremio, incluyó lo de norma:
Fecha
Hora
Lugar
Temario
Pues bien, la tarjeta llegó donde el presidente nacional de cooperativas y apenas la abrió soltó una exclamación faraónica:

¡La tarjeta está bonita, pero muy larga!

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Ofuscado, por las continuas recriminaciones hacia su gobierno, el presidente Carlos Menem de Argentina, increpó a Ernesto Sabato con un argumento fantástico:

-En mi gobierno sabemos de cultura. Yo, por ejemplo, he leído todas las obras de Sócrates-.

Sabato, ripostó:

-Me encantaría conocer las obras que leyó el presidente, porque hasta donde sé, Sócrates no escribió ninguna-.


*
Una conocida artista de nuestra televisión visitó en Paris la tumba de Jean Paul Sartre y su eterna amante, Simone de Beauvoir.
En Colombia se pavoneaba que había conocido la tumba de Jean Paul Sartre y Simón Bolívar, ambos (super)excelentes escritores.