Música de réquiem
(Cuento)
Esta sinfonía nació con la muerte.
Empezó a emerger desde un olor luctuoso, a estructurarse sobre un lecho de moribundo, a consolidarse con el estertor final de la vida.
En una alcoba de finales del siglo de la Colonia Española, de apabullantes cortinas, de inmenso espacio otorgado al lujo, estaba muriendo el patriarca de la familia: ochenta y nueve años reducidos a un débil caudal de penas de sus hijos y a la indiferencia consciente de sus nietos. Su voz, ahogada entre flemas persistentes, salía con silbidos carraspeados en diferentes tonos. Cuando alcanzaba el trémolo agudo sobrevenía la tos débil que no expectoraba, despejaba incompleto el conducto de la faringe que volvía a obstruirse. Entonces se percibía una paz sin sonidos, en breves segundos, para volver a la angustia por la falta de aire, a esos ojos abiertos a la inmensidad de lo desconocido, a ese tránsito obligado entre la vida y la muerte, como la vigilia que separa al sueño del despertar cierto. El patriarca murió sin emitir una palabra articulada; sus gestos y sus ojos, gastados por los años, de movimientos débiles, adornaban un discurso mudo. Nadie supo su última voluntad. Emitió un largo suspiro en diferentes tonalidades de silbido y se hundió en la almohada y en el lecho, tupido de sábanas, cual flácida mortaja. El patricio ya era insignificante.
Ahora tengo la sinfonía en partitura y los sonidos en mi cabeza; no se ha escuchado aún, pero es bella, sólo yo lo sé. Estuve largas noches acompañando al viejo en su compromiso de morir, que se aferraba a su pedazo de vida; en la última instancia, se impone la luz que disipa las tinieblas al profundo oscuro de la nada. La música empieza por exaltar esa luz, la misma que vemos al nacer y permanece en nuestro cerebro inconsciente toda la vida como una constante certeza de la existencia; sigue evocando cada variación en su intensidad hasta alcanzar el torrente de la juventud, etapa donde todo es posible menos la muerte. Finalmente –y es el movimiento más largo, como si fueran dos, dado a la vida en un lecho de muerte–, la decadencia va acompañada de una sublime actividad que se extiende hasta la senectud; aquí, el final logra prolongarse por el apego a la vida; la misma desesperación de morir hace volver a vivir; es la agonía.
El público, ese inmenso verdugo, quiere sentir el sufrimiento ajeno, no el propio; quiere ver de cerca a la muerte sin sufrirla; quiere divertirse con la tragedia de otros. Por eso mi sinfonía es bella y el público la gozará. Es como estar en el palco del Coliseo Romano, al lado del César, en los comienzos de nuestra era, viendo morir, con fruición, a otros humanos despedazados por las garras de las fieras o por la fuerza de los gladiadores, con la seguridad de no tener la ocasión de caer en la arena. Esta música nació en el lugar a donde todos iremos a parar y recrea una tragedia que se hace ajena, imposible por ahora; no pensamos, ni por un instante, que podamos llegar a ese último trance, el del estertor agónico.
Empecé los ensayos con la orquesta. Los músicos se regocijaron con los compases del primer movimiento; observaban que las notas eran encadenadas hacia un propósito. Hubo unas insinuaciones sobre incluir voces; yo consideré innecesaria la presencia de coros para mostrar esa edad que no habla o que habla sin pensamiento propio. A pesar de esto, fue extenuante llegar a una aceptable interpretación del movimiento inicial.
Cuando afrontamos los ensayos de la segunda parte se notó la alegría de los músicos; esto me dio una medida de la metáfora que había incluido para representar a la juventud: una explosión de trompetas a manera de aventuras de conquista, al fondo la percusión que significaba el poder, atenuado por las cadencias del amor en continuos vaivenes de vientos de madera y violines. Los intérpretes estaban entusiasmados. Este ensayo no requirió ninguna corrección de la partitura; los músicos lo interpretaron tal como mi gusto de compositor lo hubiera deseado.
Otro fue el clima al abordar el tercer y final movimiento: aparecen los coros en persistente canto lúgubre. Algún fagot lamentaba la decadencia vivencial y los violines eran opacados por las voces en reiterado lamento. Los cantos femeninos eran tragedias, los masculinos el despertar en las sombras; iban y venían como anunciando lo inexorable. A cada sesión de violines acudía el coro mixto para atenuarlo, como ese esplendor de vida en un cuerpo humano que, al cruzar el tiempo, es debilitado por la enfermedad. Los compases en oscilación representan esa vida plena que sabemos va camino del final. Después hay un recogimiento necesario, una larga angustia cantada, acompañada de unos lejanos sonidos monocordes de violín. La cavilación aquí es la extensa tristeza. Los solistas, soprano y tenor, se niegan a dejar de vivir, protestan por esa injusticia trascendental, suplican y lamentan. Es un cántico en el vacío, una aflicción apabullada por la fuerza del destino, un presagio mortal.
Este tramo de música es toda la agonía de un ser humano que se hunde en la vida sabiendo que lo espera la muerte. Los coros vuelven a recobrar ese vaivén de alegría que es la última manifestación del ser vivo y abruptamente finalizan con un breve golpe de tambor como debe corresponder a la exhalación del aire final.
Sí, esta sinfonía nació con la muerte.
Antes de su estreno, en el gran teatro de la ópera, sucedieron hechos que impedían su presentación al público, como un designio premonitorio. Un leve temblor de tierra hizo que se partieran unas tablas del proscenio; no fue grave el daño, pero obligó a un aplazamiento del estreno. Más tarde, los acontecimientos derivados de una lluvia prolongada, como diluvio imprevisto, fijaron otro retardo. Esta vez la gravedad fue trágica: los muertos por ahogamiento alcanzaron los barrios periféricos. Cuando todo parecía estar listo para el acontecimiento, una epidemia condujo a todos los músicos de la orquesta a un reposo drástico; el diagnóstico los recluyó como enfermos virales. No podía haber casualidad en los tres aplazamientos; sin embargo, hubo quien intentó una explicación esotérica, un augurio sombrío para que mi obra no se estrenara con pompa al público porque podría llevar a consecuencias peligrosas. ¿Contra quién o contra qué?, no daba cuenta el brujo adivino, quien recomendaba no estrenar la obra musical hasta pasado el maleficio. ¿Cuál maleficio? ¿Maleficio causado por qué? Contra toda recomendación fantasmagórica, el concierto se hizo.
Ese día el sol brillaba más intenso, como sol de verano; la tarde era un despliegue de paisajes abrumados con luces de atardecer y la noche exenta de nubes y atiborrada de estrellas. El teatro de la ópera a las siete de la noche estaba vacío de público; llegando a las ocho, una tercera parte de su aforo estaba ocupada. Cuando la orquesta se hizo presente en el escenario, la mitad del teatro tenía sus sillas cubiertas; después de los dos primeros movimientos estaba repleto. Y vino el tercero –adicionado al cuarto– y último movimiento. Yo ocupaba, como de costumbre, uno de los palcos laterales, como un observador avezado. Disfruté la bella interpretación que hasta ese momento había ejecutado la orquesta; tenía una pequeña duda sobre algunos vientos del primer movimiento, pero no demeritaba el total de esa parte de la composición.
Los coristas estaban dispuestos en rígidas filas detrás de la orquesta, elegantemente vestidos de negro, hombres y mujeres. Cuando empezó a cantar el coro femenino, percibí un terror de pesadilla; me sentí incómodo como si una opresión nublara mi juicio. La impresión duró tanto como ese desgarro imposible de la faringe del patriarca la víspera de su muerte, cuando creíamos que era su fin; superado el ahogo angustioso del viejo, todos los presentes volvimos a calmarnos. Me sucedió a mí en el teatro, en la culminación del estreno, en extraña repetición. Los coros volvieron a recordar el momento fúnebre, en iguales y sucesivas combinaciones con violines, violas y fagots taciturnos. La música llegaba a un pináculo de esplendor, que no recordaba haber escrito, para luego descender lenta e inexorable a la agonía de las voces masculinas. Volvió a repetirse la opresión angustiosa, volvió el terror indefinido, volvió la imagen del viejo patriarca con su remanso de flema represada y esa tos inútil. Los coros profundizaban el dolor en su vaivén rápido para, súbitamente, hacerse lento. La música llenaba la sala con un macabro lamento. Se hizo patética en un pasaje coral la expresión: “Sufro la muerte”, encriptada en bajos profundos. Tampoco se había escrito así y me extrañó aun más que se repitiera con otra frase: “Termina ya”. Quise levantarme pero no pude, estaba paralizado y sudando sin razón aparente. Me asaltó el pensamiento del maleficio; miré alrededor desde mi palco y vi cabezas de público fijas, como quietas en la penumbra. Cuando comenzó el último tramo del movimiento final donde los coros se diluían en prolongadas notas oscuras, en sostenidos lejanos, volvió a atormentarme la angustia que desembocó en un verdadero terror porque sabía que después de tres compases llegaba al fin la sinfonía con el golpe seco de tambor. Vi al patricio sobre sus sábanas lechosas agitando sus manos en un discurso mudo expresivo: “vas a morir, no me atormentes más”; vi al César en el Coliseo Romano inclinando el dedo pulgar derecho hacia abajo que concedía al gladiador triunfante la potestad de matar; vi a la muerte de frente cuando la orquesta se apagó para dejar solo al tambor que emitiera la última nota.
Mi corazón dejó de latir.
Escuché, entonces, en medio de una levitación etérea, el atronador aplauso y las ovaciones apoteósicas de aceptación de mi sinfonía.