Rubio alemán
(Cuento)
En mil novecientos cincuenta, cuando se partía el siglo veinte, hacía cinco años que la bomba atómica, lanzada por Estados Unidos sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, había pulverizado los últimos cadáveres de la segunda guerra mundial. La modernidad aquí, en este pueblo enclaustrado entre cordilleras y monasterios, se había detenido en las calles polvorientas cercanas al monte que producía moras, guayabas y granadillas del quijo. El ascenso, desde el paso a nivel del Ferrocarril del Pacífico hasta el barrio Belalcázar por una angosta carretera de tierra y cascote, tenía la familiaridad de los vecinos, casas de adobe con teja española, en hilera curva frente a la loma, y sólo un tinte moderno que sonaba bajo el diseño de un radio receptor Zenith de bulbos al vacío, cuando todavía no se conocían los transistores. Este radio, comprado a plazos a un comerciante de carretilla, funcionaba como novedad de la técnica moderna en la mitad del ascenso, en la casa de Misiá María, enseguida de la de Misiá Obdulia, sobre un asiento rústico de madera, en cuero de vaca con pintas amarillas y blancas, puesto sobre el andén; y desde allí, con todo el volumen, los vecinos se enteraban de los acontecimientos en el Noticiero del Universo de la Voz de Belalcázar a la una de la tarde y oían la música de moda todo el día. En ese radio de tubos electrónicos cantaba Carlos Gardel los tangos de Paris; Agustín Magaldi, los de Buenos Aires; Tito Guizar empezaba a dar a conocer los compases de unas canciones con aire de vals que después se llamarían rancheras; Juan Arvizu entonaba “Mi rival”, tan repetidas veces que los vecinos diferenciaban perfectamente un tango de un bolero: el que más se repetía era bolero, lo demás era tango. ¡Quién lo creyera! En ese receptor de tubos, hacia los finales de la tarde se escuchaba el Concierto para piano número uno de Peter Ilyich Tchaikovsky como trasfondo musical de la radio novela de moda.
Los habitantes de este barrio en subida confraternizaban como si fueran familiares de sangre; allí vivían en paz auténtica don Mario Mosquera, con su gordura bonachona, su sombrero de fieltro arrugado por el trajín entre pueblos y su interminable volqueta Ford de transporte de materiales de construcción; don Ricardo Velasco, sentado en su silla reclinada, de balanceo tardío, con una cobija en sus faldas, mostraba su perfil (nariz en curva aguileña) a contraluz en la última casa de porche; don Salomón Valencia, delgado y activo, con su vestido entero de personaje importante; doña María, la dueña del moderno artefacto, lavaba ropa al pie de la loma, al lado de un chorro natural de agua cristalina, frente a su casa; doña Micaela, que aún mantenía su cojera juvenil de comienzos del siglo; doña Tulia, hermana de don Mario, distinguida señora, perdida en el norte de Colombia después del final de su hermano; doña Marina, dotada de una belleza europea, heredada por sus hijas de piel blanca y ojos verdes; doña Carmen, con su voz ronca de mando sobre sus tres hijos y un marido que cobijaba su artritis en el porche de la casa de arriba; los niños Genaro, Guido y Ricardito; los jovencitos Rey, Teresa, Cecilia y Sonia, sin faltar el personaje excéntrico de la cuadra. El loco Julio era el animador de la vida fácil de los vecinos en febril constancia; era feliz y extendía esa felicidad y el espontáneo comportamiento de infante a su alrededor. Julio era de buena estatura, con cuerpo de luchador, rubio ensortijado, piel clara, pecosa y colorada; detestaba los zapatos, gozaba con los juegos de los niños, tenía los dientes torcidos y cariados y vestía indefectiblemente de caqui entero.
Por ese radio público, cualquier día del año que nos ocupa, que despuntaba hacia la segunda mitad del siglo veinte, salió una noticia que pasó desapercibida, pero que tendría grandes repercusiones después sobre ese trozo de ciudad. Don Carlos Valencia Mosquera con su voz grave, de locutor bravo, que identificaba a su emisora dijo por esos tiempos como noticia:
Atención: El gobierno de los Estados Unidos alertó al gobierno de Israel sobre sus métodos de cacería de jefes nazis refugiados en América Latina. Expresó que cualquier captura debía hacerse con la colaboración de los gobiernos y no a espaldas de ellos. Israel, a su vez, informó que la creación de una oficina de inteligencia para perseguir a los criminales de guerra fue iniciativa privada y no un acto de gobierno.
En ese pedazo de patria, donde “Calagüingo”, un señor huraño, delgado y trigueño oscuro, no dejaba acercar a los niños a su loma, era noticia la llegada del tren todos los días a las siete de la noche. Nadie sabía sobre nazis, ni sobre Estados Unidos, ni menos sobre Israel; era una noticia de relleno, leída del periódico “El Tiempo” que surtía de información a la emisora.
Los niños de entonces iban a la estación del tren para ayudar con las maletas a los viajeros y ganarse unos centavos de propina; era la forma de divertirse en una ciudad sin diversión. En uno de estos viajes bajó de un vagón un señor alto, delgado, rubio, con un tic nervioso que le hacía mover la cabeza con un “no” casi permanente. Esta característica fue la curiosidad de los niños que se quedaron esperando las maletas para cargarlas hasta el taxi o el hotel. El rubio viajaba sin maletas, escasamente llevaba un pequeño maletín de mano. Fue el joven Rey, el hijo de Misiá Obdulia, quien sugirió al flaco rubio que donde Misiá Micaela podía quedarse, cuando éste en un español enredado dijo “no hotel”.
Rudolf K… apareció en el barrio de la subida; era hermético y casi agresivo. Como su nombre completo era impronunciable, los vecinos se acostumbraron a llamarlo Rodolfo y Julio le decía “Campana”, por el tic. Era en verdad un hombre extraño; madrugaba mucho para perderse detrás de la loma. Nadie sabía de qué vivía, ni qué hacía. Aparecía en la tarde, con la puesta del sol, cuando las sombras lo hacían ver como un campesino fatigado; Misiá Micaela le guardaba la comida, que despachaba con avidez y se iba a su cuarto a descansar sin emitir más de dos palabras, para repetir la rutina al otro día. Cuando todos se habían acostumbrado a las rarezas de Rodolfo, comenzaron a llegar unos comerciantes de buenos pesos que querían comprar las tierras de arriba para construir sus viviendas. Entre ellos llegó Pedrito Martínez con una rubia de catálogo de modas que todos decían que era su esposa. La rubia de ensueño se metía en las casas y hablaba con todos los vecinos en fáciles palabras de amistad. Las señoras guardaban cierta reticencia hacia la rubia por su exagerada belleza que ella se encargaba de mostrar generosamente. Cuando la supuesta esposa de Pedrito Martínez demoró su visita en casa de Misiá Micaela, se encontró de frente con Rodolfo. La palidez del sorprendido inquilino fue justificada por la exuberante coquetería de la visitante. Sin embargo, esa noche, Rodolfo salió diciendo que iba al barrio Bolívar y no regresó. Quedó en el cuarto su roído maletín durante tres años que Misiá Micaela, sin abrirlo, decidió entregarlo a Julio para que lo botara lo más lejos que pudiera detrás de la montaña. Los comerciantes tampoco volvieron por las tierras que estaban negociando; la rubia desapareció en la misma forma que había llegado. Sólo permanecieron en la casa nueva del alto Pedrito Martínez y su hijo de apenas cinco años.
Antes de finalizar la primera década de la segunda mitad del siglo veinte, murieron sucesivamente don Mario Mosquera, de un infarto fulminante ganado en su larga vida de chofer, siempre sentado y gordo; y don Ricardo Velasco, cuya artritis derivó en una parálisis que dejó la silla sin vaivén lo mismo que su corazón; Misiá Tulia se fue a vivir al norte con sus hijas por la misma época en que Misiá Obdulia recibía los santos óleos para cruzar a mejor vida. El loco Julio paseaba su eterna niñez por la carretera y de vez en cuando preguntaba por “Campana”; con señas le decían los niños que había vuelto a viajar en tren. Él, con señas también comprobaba, moviendo la cabeza a lado y lado de los hombros, que “Campana” se había ido, que estaba muy lejos detrás de la montaña. Julio extrañaba la presencia de Misiá Tulia y su hijo adoptivo, Genaro, a quien se refería como “Niñotulla”, en todos los juegos infantiles; el niño grande sufría el mal de ausencia de las personas idas y lloraba riendo, como burlándose de su dolor.
Antes de extraviarse Julio, sin razón, estuvieron unos señores de hablar raro preguntando por las tierras dejadas de comprar por los comerciantes hacía cuatro años. Se les dijo que estaban disponibles y a buen precio: dos pesos el metro cuadrado; se interesaron, en especial un señor Dayán y otro, Ashkenazy. Los demás, de apellidos libaneses, Mugrabi, Misrachi, Menaged, prefirieron comprar en el centro de la ciudad por cuestión de negocios. Julio no aparecía y el barrio en ascenso se escandalizó. Fue entonces cuando se inició una cruzada para encontrar al niño grande, mimado por todos los vecinos de la subida. Se organizaron brigadas de búsqueda que traspasaron la propiedad de “Calagüingo”, por encima de la loma, buscando tramo por tramo y preguntando algo que indicara alguna referencia de Julio. Los nuevos compradores de tierra se asustaron al ver la acuciosidad de los vecinos y suspendieron las negociaciones. El único que al final compró fue Dayán, los demás desaparecieron en la misma forma como vinieron: de improviso. Julio no aparecía. Los vecinos decidieron acudir a las autoridades, que luego de unas pesquisas profesionales encontraron indicios de asalto en la vivienda de Julio, sin que Misiá Carmen, su mamá, y sus otros dos hijos se hubieran enterado. Donde dormía Julio, un pedazo de sótano en la casa de porche, había ocurrido un allanamiento, volteado todo al revés, destrozada su ropa, y sus pobres pertenencias. Lo único rescatable era un maletín vacío, que Misiá Micaela identificó como el maletín de Rodolfo que ella le había mandado botar a Julio; “yo siempre dije que ese maletín estaba maldito”, se quejaba. Ante el asedio investigativo de la policía, Julio apareció al otro lado de la ciudad, pálido, flaco y asustado. Una vez en su barrio, fue recibido con efusivas muestras de cariño: se improvisó un desfile desde el paso a nivel hasta el alto, con los niños y los mayores, con gritos y vivas como si fuera el recibimiento a un héroe en retorno. Julio lo disfrutó al máximo, como niño con juguetes nuevos, encaramado en los hombros de Rey y don Salomón.
Accidentalmente, Misiá Carmen observó que a su hijo lo habían maltratado: tenía moretones en el cuerpo y quemaduras en las ingles. Se le preguntaba quién lo había llevado y sólo decía “Turcos” y daba a entender que estaban encapuchados. Después de un tiempo Julio amplió el acontecimiento. Se supo entonces que lo habían secuestrado por su aspecto físico y el maletín; se atrevieron a llamarlo Rudolf K…, pero él sólo movía la cabeza. Los secuestradores creían fingida su locura y procedieron a preguntarle cosas en un idioma que no entendía con maltratos y torturas. Julio lloraba y gritaba como lo que era: un niño grande y llamaba a su mamá. Cuando le hablaron en español, indicó dónde vivía y quiénes eran sus padres, con sus palabras elementales. Los secuestradores procedieron a interrogarle; así supieron de Rodolfo y la rubia, sin detalles; extrajeron el contenido del maletín y dejaron libre a Julio.
Con el paso de los días, Julio recuperó su niñez tranquila a pesar de asustarse con los carros y salir corriendo cuando se detenían. La gente de la cuadra no podía entender que hubiera personas que maltrataran a un gigante con espíritu infantil, que no le hacía daño a nadie y que era feliz jugando a la “lleva” y a “los escondidos” con niños de siete años. Los vecinos, con los meses, recuperaron su paz envidiable y el radio de Misiá María siguió funcionando sin perturbar a nadie.
Cuando la orquesta de Mantovani estaba interpretando el tango “Adiós, muchachos”, como presentación a la música de la tarde, apareció el locutor Valencia para dar una noticia que era un relleno del diario “El Tiempo”, seguro, porque los discos de setenta y ocho revoluciones por minuto todavía no llegaban, prestados, para el programa:
“Atención: Los servicios de inteligencia israelíes encontraron en Paraguay al criminal de guerra nazi Joseph Mengele, protegido por el gobierno. Se estableció que Mengele estuvo en Venezuela y Colombia antes de llegar al Paraguay, usando los nombres falsos de Karl R… y Rudolf K…”.
Volvieron las notas de Mantovani. Entonces se oyó gritar a Misiá Carmen desde lo alto del barrio:
-¡Misiá María, mejor ponga la novela!