Este libro de cuentos cortos se acaba de editar. Se presentan 12 cuentos que abarcan una época extensa, desde 1968 hasta el 2008, en un contexto latinoamericano. La presentación del libro y un cuento breve se exponen a continuación.
Un cuento recrea una situación hipotética o una realidad hecha mito. Un suceso real contado se eleva a imaginación desbordada; un hecho inventado y narrado es pura realidad.
En este breve libro hay de los dos y más: premonición casual. No es un nuevo género, es una certeza de la imaginación apoyada con argumentos de política y ciencia social. El lector sabrá comprobarlo.
La literatura es arte y, como tal, debe estar por encima de cualquier insinuación partidista de todo tipo; sin embargo, el arte denuncia, acusa, resuelve, soluciona y testimonia, con la autoridad de la irreverencia. También es placer; el intelecto humano goza con el vaivén de las ideas adornadas con gráciles símbolos.
He aquí doce cuentos cortos, concebidos y escritos durante una época en que se adoctrina al escritor para que repita las tesis que masifican a los lectores. Este libro intenta apartarse de ese camino.
V. L. E.
La emigrante
Esa noche apareció ante mí, sin la prevención de encontrarme. Se despidió por accidente, por necesidad de responder a las costumbres adquiridas, tal vez por educación. Para ella era igual viajar a San Andrés, Chiquinquirá o Nueva York. Quería demostrar lo estrecho de mi mundo con sus comentarios de atrevida impertinencia donde lugares exóticos configuraban su itinerario, muchos desconocidos por mí. Ya era natural exagerar sus relaciones sociales adquiridas en playas de fin de semana. Cualquier cantidad de hombres había cruzado su camino y seguramente uno de ellos, sin dificultad, logró encaramarla en el súbito viaje. Otros le habrían petrificado el cerebro hasta convertirla en maniquí sexual. No era hermosa, pero sí solícita con sus leves encantos. Después de unos cruces de palabra acomodados para el acontecimiento, tomó el primer taxi, avanzó calle arriba en dirección a la luna llena y se perdió tras la penumbra de plata.
El tiempo fue desgranando uno a uno los recuerdos, desde que llegó como una simple ocasión de mujer con quien probé las delicias de la infidelidad. El amor, perdido entre la rutina de un horario de empleado oficial, la televisión y las cobijas de hogar, reapareció como síntoma de juventud renovada. Aprecié mejor el color de las flores, el sentido de las canciones viejas, el dolor de la espera, y todas las palabras cursis se volvieron importantes: te quiero, eres divina, nunca te olvidaré... Empecé a ser buen esposo y padre por obligación y fogoso amante por devoción. Descubrí la importancia de una taberna oscura, la necesidad del anonimato bajo los destellos de una discoteca, la tibieza de una cama de motel recién desocupada, la obligatoriedad de una mentira en cada amanecer. Su risita, explosiva intermitencia de dolor placentero, fue el mejor estímulo para mis osadas faenas de viril animal. En los escasos minutos de un tiempo robado a las apariencias aprendió conmigo las ventajas del amor clandestino y rápidamente maduró su condición de mujer amante. Se transformó. Desbordó el límite impuesto por mis deseos. Los hombres la asediaban hasta impúdicamente; le miraban cada pliegue de su piel desnuda adivinando su oculta lujuria. Aceptó galanteos aún delante de mí y se extravió en el tiempo que duró el celoso ardor de mis vísceras.
Volví junto a mi esposa, quien recomenzó a disfrutar mi rabiosa vitalidad, sin condiciones ni reproches. Vino luego el remanso de los cincuenta años y el olvido del pasado inmediato. La aventura vivida fue una oportunidad de aceptar el sendero de la vejez: no podía retener a esa mujer.
Fue entonces cuando descubrí que había dejado de ser un hombre atractivo, por quien las mujeres no volvían la mirada ni siquiera para acusarme de vivir. Ella -esa mujer efímera- tenía al frente la frescura de sus años jóvenes, suficiente argumento para inventar nuevas conquistas de amor y oportunidad de placer; yo, en cambio, oteaba la inexorable curva declinante. Bajo estas circunstancias, decidí resignar mi anacrónico deseo por aquella mujer.
Cuando empezaba a desdibujarse en el recuerdo, se despidió para subirse a un taxi que iba tras la luna. Dicen que viajó a Nueva York y yo lo creo, porque alcanzó a decir con absoluta seguridad de herirme que yo nunca iría adonde ella iba. Ausente, durante el tiempo en que mi soledad dejó de tener la compañía de los cincuenta y cinco años, mis ojos se empañaron, el mundo se arrugó bajo mi tacto; los meses y los años se acumularon en sucesivos almanaques hasta hoy, cuando he recibido una tarjeta postal con letra irregular:
“Me he resignado a la idea de saber que las rejas de esta cárcel son tus brazos fríos y lejanos”.
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