El padrino
Seguramente te acuerdas de cuando el Padrino llegó a su oficina. Te pusiste de pies cuando lo viste y el resto de la gente te remedó. Miraste su mirada solvente, sentiste una acusación tácita por pretender un lugar en el clientelismo; pero, ¡qué va!, el hambre te ubicó en la antesala del Padrino quien, a manera de pitonisa, otea el futuro, desdibuja el pasado y otorga ilusiones indefinidas.
Habías estado cuatro horas atisbando su llegada, rodeado de agentes de seguridad agazapados en ruanas campesinas, de personas que te miraban como si vivieras en el primer piso del gallinero.
-Veamos, amigo, ¿qué se le ofrece?-. Sentiste esa voz ronca, cansada de mandar, adornada con los tonos cascados de sus setenta años. Le expusiste, con tímida sintaxis, tu problema de ciudadano arrinconado por la inacción del desempleo.
-Dígame su nombre-.
-Ubaldino Pajoi, doctor-. (Craso error el de tus padres indígenas que no aceptaron la dote de honor de sus amos en apellidos con fingida descendencia española.)
-Tenga la seguridad de que haré lo posible por ayudarle, señor Pajoi-.
Sentiste un alivio en la boca del estómago; tu desesperación se esfumaría en la próxima orinada. Fuiste hacia la esperanza y regresaste al pavimento. Volviste al recorrido de formas Minerva, al desprecio de secretarias transitorias, a los letreros de NO HAY VACANTES. POR FAVOR, NO INSISTA. Volviste al frustrante eufemismo de país en desarrollo. Volviste al Padrino que no se acordaba de ti, que no había movido un dedo por ti.
Seguramente ahora tienes respuestas para todas las preguntas. Comprobaste que, como tú, hay miles y, peor, millones. Tu familia, después de pobre pasó a la miseria.
Mejor continúa sediento, pisando la arena rocosa del desierto de Arizona.