lunes, 28 de octubre de 2013

El arte: nuestra última soberanía

Hace unos días entrevistaron a Carmenza Duque, cantante nacional de Colombia, que brilló con su arte entre los años 1970 y 1980.

Volverla a oír es volver a repasar la juventud.

Sigue siendo bella, pero es más impactante su madurez, tanto, que soltó una expresión que es como un grito angustioso por la penetración cultural de nuestra juventud y que justifica este comentario:
“A los jóvenes no les gusta la música colombiana siendo tan bella. Cuando canto pasillos, bambucos, joropos y hasta canciones tropicales, escucho voces de rechazo como ¡Uyy qué oso!”.

Sucedió en México entre fines de los años cuarenta y los sesenta del siglo XX. Después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos consolidó su poder político y ejerció una fuerte influencia en todos los órdenes sobre América Latina.

México, o mejor dicho su juventud, comenzó a entonar canciones en inglés. Pero llegó el más grande artista nativo que apabulló con sus composiciones musicales de rancheras, huapangos y corridos a esa corriente foránea, ajena a su sentir. Ese artista era José Alfredo Jiménez; junto a él aparecieron otros no menos importantes compositores que adoptaron esa línea de preservar lo propio. La música popular mexicana se estableció como un gran legado y extendió su influencia al resto de América; a este fenómeno contribuyó el auge del cine sonoro.

Hoy, de México queda el Mariachi como patrimonio cultural e inmaterial de la humanidad.

Colombia –y no es una pretensión jactanciosa– tiene el mayor universo musical que cualquier país de América. Es así por su diversidad étnica. En nuestro país hay corrientes musicales indias, negras y europeas que se manifiestan en ritmos de bambucos, torbellinos, danzas, valses andinos; cumbias, currulaos, merecumbés, porros, mapalés negros; boleros, pasodobles, baladas y salsa europeizante; pasando por el joropo llanero y el vallenato guajiro. Sin embargo, la radio y la televisión difunden masivamente la música anglosajona en inglés como si fuéramos colonia de Estados Unidos. Nuestra música queda relegada a emisoras regionales, a horarios de media noche, como si fuera un arte clandestino.

La política se metió en nuestro arte para aniquilarlo. Con el cuento reiterado de que el mercado es el que manda y por tanto demanda, nos engañan los neoliberales dando por sentado que nuestro arte no se vende.

El arte verdadero tiene un supremo valor, diferente al precio en dólares; es soberanía; pero nos han engañado con la alucinación de los magnates que todo lo tasan en vil metal.  


Si nuestra juventud no reacciona, perderemos para siempre nuestra identidad, expresada en todas las artes.

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