Hace unos días entrevistaron a Carmenza Duque,
cantante nacional de Colombia, que brilló con su arte entre los años 1970 y
1980.
Volverla a oír es volver a repasar la juventud.
Sigue siendo bella, pero es más impactante su madurez,
tanto, que soltó una expresión que es como un grito angustioso por la
penetración cultural de nuestra juventud y que justifica este comentario:
“A los jóvenes no les gusta la música colombiana
siendo tan bella. Cuando canto pasillos, bambucos, joropos y hasta canciones
tropicales, escucho voces de rechazo como ¡Uyy qué oso!”.
Sucedió en México entre fines de los años cuarenta y
los sesenta del siglo XX. Después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos
consolidó su poder político y ejerció una fuerte influencia en todos los
órdenes sobre América Latina.
México, o mejor dicho su juventud, comenzó a entonar
canciones en inglés. Pero llegó el más grande artista nativo que apabulló con
sus composiciones musicales de rancheras, huapangos y corridos a esa corriente
foránea, ajena a su sentir. Ese artista era José Alfredo Jiménez; junto a él
aparecieron otros no menos importantes compositores que adoptaron esa línea de
preservar lo propio. La música popular mexicana se estableció como un gran
legado y extendió su influencia al resto de América; a este fenómeno contribuyó
el auge del cine sonoro.
Hoy, de México queda el Mariachi como patrimonio
cultural e inmaterial de la humanidad.
Colombia –y no es una pretensión jactanciosa– tiene el
mayor universo musical que cualquier país de América. Es así por su diversidad
étnica. En nuestro país hay corrientes musicales indias, negras y europeas que
se manifiestan en ritmos de bambucos, torbellinos, danzas, valses andinos; cumbias,
currulaos, merecumbés, porros, mapalés negros; boleros, pasodobles, baladas y
salsa europeizante; pasando por el joropo llanero y el vallenato guajiro. Sin
embargo, la radio y la televisión difunden masivamente la música anglosajona en
inglés como si fuéramos colonia de Estados Unidos. Nuestra música queda
relegada a emisoras regionales, a horarios de media noche, como si fuera un
arte clandestino.
La política se metió en nuestro arte para aniquilarlo.
Con el cuento reiterado de que el mercado es el que manda y por tanto demanda,
nos engañan los neoliberales dando por sentado que nuestro arte no se vende.
El arte verdadero tiene un supremo valor, diferente al
precio en dólares; es soberanía; pero nos han engañado con la alucinación de
los magnates que todo lo tasan en vil metal.
Si nuestra juventud no reacciona, perderemos para
siempre nuestra identidad, expresada en todas las artes.