Que los padres no le nieguen nada a los hijos cuando están en formación, es una labor amorosa elevada a ley; que los hijos, una vez graduados y despachados para que hagan su vida, se pierdan (algunos sin despedirse), es una consecuencia de esa ley. Quien mejor interpretó estos designios trascendentales fue doña Ligia García, matrona payanesa del siglo pasado.
Cuando su hijo menor se graduó de ingeniero civil (que en esos tiempos era una profesión lucrativa sin corromperse), y asistió a la ceremonia, le dijo en bajo tono apenas recibió el cartón:
-Bueno, hijo, no es para que me dé, sino para que no me pida.
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