Cuando me acariciaste, empecé a llorar
(Cuento)
“Cuando me abrazaste y acariciaste, empecé a llorar. Era una niña, y tú, un adulto que podrías haberte aprovechado de la situación”.
Me deslumbró el amor como un maravilloso descubrimiento y también di el más inquietante paso a lo desconocido. Llegué a tu casa con plena inocencia, sin ninguna prevención, con la ingenuidad y el atrevimiento de una niña que quería estar al lado del hombre que ya amaba, como al único. Fui yo quien insistió en acompañarte; quería saber dónde vivías, cómo vivías. Te oponías a llevarme por la modestia –después lo supe– de una vida de carencias económicas que te imprimía sencillez. En ese momento no me importaba el desbalance social, sólo miraba por ti, respiraba por ti, vivía por ti. Fui una loca, lo reconozco, pero te agradezco que me hubieras tratado como a una dama a pesar de la pasión que despertaba en ti, con mi faldita corta de colegiala que no disimulabas en mirar, hasta acariciar con tus ojos mis piernas de porcelana, como lo repetías cerca de mi oído. A mí me gustaba cómo me mirabas, me sentía feliz de ser linda para ti. Eras mi mundo. Lo demás no importaba.
Cuando llegué a tu casa era la amiga del joven y todos me abrieron sus simpatías, rompieron sus reticencias, me observaban como a un personaje de importancia social. Hasta se atrevieron con sus comentarios: “Es linda”, “No parece de aquí”. A esa bienvenida respondí con afecto, con pródigas sonrisas, y llegué a tu refugio compartido con el menor de tus hermanos. Cuando estuve contigo, en tu cuarto, sólo te veía a ti, sentí la inquietud del primer momento. Acariciaste con ternura mis cabellos, bajaste tus manos por mi rostro y me acercaste a tu boca. Sentí un escalofrío, un deseo de irme y quedarme; un miedo y un placer; una mezcla de pasión y represión; una dualidad irreconciliable. Por un momento me pregunté qué hacía allí con un hombre; creo que me entendiste, porque tu beso también fue tierno, intenso, largo... Y me dejé llevar por tus caricias de hombre hasta que empecé a llorar. Si tú hubieras querido ir más allá, hasta el jardín de los amantes, nadie te lo habría impedido. Yo era frágil y seguro habría ido contigo. Por eso empecé a llorar.
“Se presentó un conflicto entre las recomendaciones de mi mamá y mi deslumbramiento por ti”.
Sí, en ese momento, cuando tus manos dibujaban mi talle, cuando percibí un leve temblor en tu cuerpo, escuchaba a mi madre advirtiéndome sobre el comportamiento de los hombres, a quienes trataba con su particular medida. Fiel a su raizal religiosidad de toda matrona paisa, quería para sus hijas hombres rectos y decentes que asociaba a confesos católicos, que pidieran permiso para las visitas, que fueran orgullosos de sus orígenes familiares, que rezaran el rosario todos los días, que fueran a misa los domingos, que se confesaran y comulgaran. Los demás, según ella, no eran confiables, eran demonios que no desperdiciaban una oportunidad para aprovecharse de las mujeres y, una vez que conseguían lo que querían, se perdían para no asumir responsabilidades. Tú no eras un católico practicante, me lo hiciste saber cuando te invité a misa. Dijiste que respetabas mis creencias pero que tenías las tuyas, para las cuales valía también el respeto. Entonces te veía como a un hombre independiente y libre, muy opuesto al ideal de mi mamá. Con mis escasos años de adoctrinamiento en un colegio de monjas y en las prédicas familiares, aún no discernía con claridad entre el bien y el mal religioso, puesto en duda por tu manera de ser y actuar que me encantaba.
Pero yo estaba obnubilada al sentir, por primera vez, tus manos de hombre sobre mi cuerpo inexplorado. ¿Cómo puede una mujer negarse a la dicha del amor? Estaba feliz y estaba asustada; era como intercambiar tu figura varonil con la autoridad materna. Entonces vi que te sorprendiste por mis lágrimas, te preocupaste en exceso y buscaste la forma de calmarme, enjugaste mi llanto de niña, me abrazaste como si quisieras protegerme de ti mismo.
Así estuvimos una eternidad de instantes, envueltos en la vorágine de la vida que es pasión, dolor y placer.
Cuando salí de tu casa tenía una confusión de ideas, pero seguía siendo niña. Mi primera experiencia amorosa fue placentera, sin llegar a la posesión. Ejerciste control en el momento más intenso y te lo agradezco porque ya era una mujer dispuesta a todo, en medio de mis lágrimas. En un instante cambiaste tu instinto de vida por el pensamiento, capaz de atisbar las consecuencias de nuestros actos, frente a la sociedad drástica que vivíamos. Me acompañaste hasta mi casa, pero me despedí antes –en la esquina de la once, como la llamábamos, donde tantas veces acordamos una cita con el lenguaje del amor que sólo entienden los amantes–, como si supiera que mi mamá nos había visto, como si quisiera escudarte de la furia de una madre insultada.
“Me enfermé una semana por el impacto del descubrimiento del amor físico: unas caricias de hombre en un cuarto, solos. Y yo de apenas dieciséis años”.
No dormía ni comía bien; permanecía taciturna y lejana recomponiendo mil veces la escena. Reprochándome mi atrevido comportamiento y recreándome con cada caricia tuya que aún navegaba por mi cuerpo. Hasta que mi madre, con esa sutil señal que tenemos las mujeres para saber cuándo una situación se agrava, me increpó:
-¡Me vas a decir qué te pasó! ¡Quién te hizo daño!
Era imposible mentirle a mi madre sobre lo que ella sabía del primer encuentro con el amor; temía que fuera de extrema gravedad con un posible fruto extramarital y arreció con sus cuestionamientos:
-¡Me dirás el nombre del tipo, que yo me encargaré de hacerle cumplir con su deber!
En ese momento no pensaba en mí sino en ti. Me parecía injusto que te sindicara por una situación que yo había propiciado en mi condición de mujer enamorada y que tú supiste afrontar sin herirme. Y volví a protegerte. Nunca dije tu nombre ni el menor indicio para que te descubrieran. Le conté a mi madre lo sucedido sin que aparecieras tú como el incitador. Dije la verdad incompleta, porque tu nombre nunca salió de mis labios y, pese al incisivo cuestionario, te retraté como eras, como eres, sin adornar lugares, ni trabajo, ni estudio, que pudieran relacionarte. En eso no claudiqué. Al fin mi madre soltó una conclusión agresiva:
-¡Te enamoraste del primer pendejo que conociste!
Y planteó sus condiciones:
-De esta te salvaste, pero de la próxima quién sabe. Si lo querés como novio, primero me lo traés aquí, que yo veré si te conviene. ¡Mientras tanto, te prohibo que lo volvás a ver!
Fue mi primer regaño de amor y me lo dio mi madre con la autoridad que le permitió criar a cuatro mocosas. Tú y yo seguimos nuestras rutinas sin vernos. Para mí fue el primitivo escaño que me permitió conocer los conflictos que generaba el amor y le di plena razón a mi madre; para ti, no sé; seguiste tu actividad, de la cual yo estaba pendiente; tanto, que evité que me vieras y me hablaras porque sería como un canto de sirena imposible de rechazar. Lo sabía. Seguramente pensaste que mi amor terminó con mi primer susto y tal vez lo diste por cancelado.
No te volví a ver durante el tiempo que pasé de ser una adolescente a una señorita con afanes académicos. Tu recuerdo, el más bello de niña, me acompaña.
Sé que te graduaste y te casaste; lo sé, porque hoy he visto a tu hijo, acostado en la cama que pudo ser nuestra, manoteando sus primeros tres meses.