El ficus estaba firme sobre la avenida, dividiendo las
dos calzadas.
Era frondoso, con intensas hojas verdes y visos amarillos cuando
el sol se alzaba, oblicuo, por encima de las nueve de la mañana. Proyectaba una
sombra fresca en días calurosos, refugio de peatones que atravesaban la calle y
establecía una obligada referencia para los automovilistas en plena curva.
Era
bello.
Refugio de gorriones amarillos, de mimetizados nidos que lo hacían
tupido; escultura natural viva que albergaba la vida y reconciliaba el paisaje.
Pero el ser humano, cuando adquiere notoriedad,
despierta estupidez entre sus lacayos.
Ganó las elecciones municipales un señor gris que se
hizo oscuro en el ejercicio de la autoridad, y adquirió prestigio su esposa
hasta elevarse a la categoría de primera dama. Siempre había estado, la prima
dama, en su tienda de abarrotes, en linea de vista con el ficus y el CAI (
eufemismo que quiere decir Centro de Atención Inmediata de la Policía, pero
fiel a la contradicción, ni es Centro, ni es Atención pero sí es lento).
Ese
fue el principio del fin del ficus: la dama al volverse famosa entre sus
iguales, debía ser protegida de cualquier posible atentado, que rondaba la
imaginación de comandantes neuróticos, pero
la autoridad, vale decir los policías, que de estrategia saben mucho, dijeron
que desde el CAI, ese árbol frondoso debía ser derribado porque obstruía la
vista hacia la tienda de abarrotes. No se les ocurrió que el ficus podía ser
podado, tampoco que ubicaran a un agente en el propio negocio, menos que
establecieran una línea de emergencia, peor que instalaran cámaras de video que
reportaran al CAI.
El ficus debía cortarse con motosierra.
Así se hizo y el lugar volviose un pequeño desierto
sin sombra, sin aves, sin la belleza de la vida.
Terminó el período del alcalde y se apagó el
calificativo de su esposa: de primera dama pasó a última, pero dejó un rastro,
la seguridad de que hay que sacrificar vidas para que una ostente la dignidad
inventada por los genios de la defensa nacional.