Alguna vez dialogaron Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato y
de esos encuentros con la palabra extraigo el siguiente aparte que se refiere a
la muerte, esa terrible realidad a la cual nos enfrentamos todos los seres
vivos.
En un momento de la conversación, Borges se sorprende de la
aprehensión de Sábato:
“Borges: Cómo, ¿usted le tiene miedo a la muerte?
Sábato: La palabra exacta sería tristeza. Me parece muy
triste morir.
Borges: Yo pienso que así como a uno no puede entristecerlo
no haber visto la guerra de Troya, no ver más este mundo tampoco puede
entristecerlo, ¿no? En Inglaterra hay una superstición popular que dice que no
sabremos que hemos muerto hasta que comprobemos que el espejo no nos refleja.
Yo no veo el espejo.”
No pretendo –y tampoco podría– estar a la par de estos dos
cultores de las letras americanas, sin embargo, sí me inducen a pensar,
como a un simple ciudadano de mundo, tal
cual lo hacen los escritores excelentes. Y pensar, para un simple mortal, ya es
mucha ganancia. Es posible que bordee el atrevimiento y hasta la locura por
intentar explicar lo que nos atormenta desde el momento que adquirimos uso de
razón o consciencia como creo que se debe llamar a ese estado del ser humano
que aborda las preguntas trascendentales y las comunes.
Si de bebés tuviéramos la consciencia de adultos, sería
pavoroso nacer. Un neonato que vive en un medio confortable, predispuesto para
proteger la vida como lo es el seno materno, dotado de todas las comodidades y
resguardado de las inclemencias que conocemos, nunca desearía cambiar ese
estado por uno hostil, agresivo, como sería el ingreso a la vida como la
percibimos. Es posible que el bebé rechace ese abrupto cambio con un fuerte
grito desgranado en llanto. El nuevo ser, también predispuesto para el cambio,
ve sin mirar, toca sin sentir, oye sin oír, olfatea sin oler, gusta sin
degustar. Sus sentidos están listos para iniciar el largo camino de orientar el
desarrollo de su cerebro. Los primeros cinco años son de aprendizaje hasta que
adquiere consciencia de su vida y se adapta al extremo de no querer cambiarla,
le tiene pavor a la muerte.
Tal vez por eso en la vejez se pierde mucho de la
consciencia para que la muerte no infunda miedo. En el proceso natural de
envejecimiento los seres vivos pierden muchas facultades, algunos quedan
ciegos, otros sordos; los más, acusan pérdida de memoria, y el control de sus
movimientos casi desaparece. En la última etapa de la vida, expirar pone fin a
una larga agonía casi siempre ataviada de tristes falencias que impiden una
existencia plena. El mismo Borges dijo, alguna vez, que la vejez es una larga
enfermedad.
De todas maneras morir antes de la decrepitud, con plena
consciencia, causa pánico. En el caso de Sábato, según lo dice en mil
novecientos setenta y cuatro, infunde tristeza, tal vez porque su consciencia
estaba intacta en ese momento, algo que no sucedió años después cuando llegó a
los noventa años de edad y decidió entregar el chasis. La tristeza la sufren
los amados que siguen vivos, que no aceptan la tragedia de morir –en especial
si se trata de un ser querido– antes de tiempo.
La vida y la muerte son tránsitos naturales de los seres.
Morir es volver a un estado de inexistencia por toda la eternidad, la misma
eternidad que afrontamos antes de nacer. No debería causarnos terror, pero lo
causa el valor que hemos otorgado al tiempo.