sábado, 12 de noviembre de 2016

¿Impuesto, Alcalde?

Cuando el gobernante toma una decisión crucial es porque la ha estudiado hasta el ínfimo detalle.  Puede estar seguro entonces de que esa decisión es la adecuada y no habrá perjuicios directos ni colaterales que, a manera de bumerang, devuelvan las buenas intenciones en pésimos resultados.

Ahora el Alcalde de Popayán, a quien se le abona que quiere el progreso de su ciudad, ha propuesto a consideración del Concejo un impuesto a la construcción.  Las nuevas obras, todas necesarias, requieren más dinero y con los actuales gravámenes no se podrían hacer, dice el Alcalde.  Se apela entonces a esculcar en los bolsillos de los ciudadanos nuevos impuestos; en este caso los afectados son los constructores, quienes, precisamente por esta razón –no se les cobra ese impuesto–, han hecho de nuestra ciudad una urbe pujante con proyectos innovadores, con bajos precios para adquirir vivienda que en otras ciudades están por las nubes, que han bajado el índice de desocupación y, por ende, la delincuencia.

De aplicarse este impuesto habrá desestímulo para construir nuevos conjuntos residenciales, o proyectos comerciales, trasladando el desarrollo a otras regiones o encareciendo la vivienda hasta llegar a conformar la llamada burbuja inmobiliaria: los nuevos propietarios se endeudarán hasta el límite de no poder pagar sus deudas.

Si estas no son razones suficientes para desistir del proyecto de Acuerdo para implantar este gravamen, deberíamos, entonces, mirar el tema por otro ángulo.

Hace unos años era necesaria la pavimentación de un barrio que hoy es ejemplo de progreso.  No se podía aplicar el llamado impuesto de valorización porque sus vecinos ya lo tenían por obras que afectaban a toda la ciudad.  ¿Qué se hizo?

En asamblea de moradores y ante el Alcalde, quien lideró el proceso, se comprometieron a pagar una suma fija diferida por tres años para ejecutar la obra. La Alcaldía la cobraba rigurosamente cada mes en la misma factura del Acueducto y al final del término establecido se dejaba de pagar.  Con ese valor se hizo un préstamo bancario que financió toda la pavimentación del barrio. Muchos vecinos decidieron cancelar la obligación antes de la fecha establecida porque tenían los beneficios de las calles pavimentadas.

Es  cuestión de imaginación.

En Estados Unidos se crearon las llamadas Corporaciones de Desarrollo que tenían un periodo fijo de existencia para ejecutar un proyecto de gran envergadura para beneficio de una región.  Una vez que se concluía el proyecto, la Corporación se disolvía.  El gobierno central y los gobiernos locales irrigaban recursos por tratarse de obras de gran impacto. Así se hicieron obras que de otra forma hubiera sido imposible acometer.


Esperemos no tener que acudir a la trillada frase que el gobierno Santos ha hecho popular –con ventas tan desafortunadas como la de Isagén–, si la decisión del Alcalde se mantiene y los concejales la aprueban: Matamos la gallina de los huevos de oro.

jueves, 8 de septiembre de 2016

Plebiscito: Izquierda contra derecha.

El acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera, es un documento de grandes alcances que pretende sentar las bases para un cambio profundo en la sociedad colombiana. Es un propósito anhelado por años que tiende a la reconciliación entre los ciudadanos del campo y de la ciudad que viven los unos de los otros y ahora podrán intercambiar sus destinos: los señores de los centros urbanos se alimentarán mejor, disfrutarán de sus fincas sin temor, gozarán de una naturaleza desbordante; los campesinos laborarán la tierra con seguridad y sin temor al despojo, introducirán las nuevas tecnologías para una producción eficiente, vendrán a la ciudad para especializarse y volverán al campo para su aplicación.

Parece una visión imposible pero si el documento es refrendado por el SÍ, eso tendremos todos los colombianos en vez de una guerra infame que elimina a los mejores hombres de este país. Si hacer estos planteamientos significa alinearse con la izquierda, es una polarización que mucho daño le hace a la nueva política que debe ser –es su esencia– un acumulado de prácticas que conduzcan al bienestar de todo un pueblo sin discriminaciones odiosas. Nuestro acumulado está en el documento Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera. Y ese debe ser nuestro faro para alcanzar una convivencia civilizada.


Curiosamente quienes abogan por la guerra no la han padecido. Nunca envían a sus hijos a combatir. Siempre esperan que otros derramen su sangre y los tildan de héroes. Sesenta años de confrontación sólo han servido para dividirnos, para odiarnos, para construir un país que no es nación. Ahora tenemos la oportunidad de reconstruir una sociedad fragmentada, que no se ha dado cuenta que es multiétnica y multicultural lo cual es una gran riqueza que nos permitirá llegar a ser Nación: todos trabajando y aportando por un mismo propósito. Bienvenido el debate y no las diferencias agresivas, bienvenido el SÍ reparador y abajo el NO egoísta.   

miércoles, 17 de agosto de 2016

País laico

Según la Constitución de la República de Colombia: “Se garantiza la libertad de cultos. Toda persona tiene derecho a profesar libremente su religión y a difundirla en forma individual o colectiva. Todas las confesiones religiosas e iglesias son igualmente libres ante la ley.” (Art. 19 Título II, Cap. I CN)

Es lo que se denomina un país laico.

La Constitución no expresa que los funcionarios sean agentes de determinado culto. Precisamente para garantizar este derecho, estos deben obrar con total independencia frente a cualquier religión y si profesan una, pueden manifestarla en los sitios de culto o en forma privada, cuando no ejerzan como funcionarios.

Pero sucede que la CN es un papel que se olvida cuando no se transgrede o abiertamente se viola y no pasa nada. Tenemos altos agentes del Estado que hasta tienen capillas en sus despachos desde donde defienden los derechos constitucionales de todos los colombianos –menos, claro está, de las minorías– y son registrados como hombres de fe por las revistas de farándula, las únicas que publican como escándalo meritorio lo que puede ser una falta gravísima.

Diría aun más: para que se garantice la libertad de cultos, los funcionarios no deberían participar como tales en actividades religiosas públicas. Así, aunque nuestro país es abrumadoramente católico, las misas, las procesiones de carácter público deben hacerse sin funcionarios del Estado. Las escuelas y colegios públicos deben abrigar a todos sus alumnos de todas las religiones y, por tanto, no debe programar eventos o prácticas religiosas que los constriña o excluya, con el argumento de que determinada religión es mayoría en el país.

Esas etapas –creemos ya superadas– cuando a un estudiante de la Universidad, para obtener su grado profesional, lo hacían jurar sobre la biblia, hoy sería un atentado contra su libertad religiosa o su ausencia de credo. Tal vez en estos tiempos se admite en universidades privadas francamente confesionales y es su derecho.

En nuestro pequeño municipio tuvimos un alcalde religioso que patrocinaba misas y fiestas católicas, creemos que sin utilizar el erario, bajo el amparo de la CN de 1991. Esto no sería censurable si los citados eventos fueran exclusivamente para los católicos, en sus iglesias y lugares de culto, pero el alcalde invitaba y participaba  públicamente.

El objetivo fundamental de la CN de 1991 es eliminar la exclusión dando oportunidades de manifestación religiosa en sus lugares de culto a todos los credos sin que por ello sean señalados ni estigmatizados.

Este es el verdadero cambio.

Igual debe ocurrir en la política, en el entendido de que se difunden ideas para alcanzar un mejor gobierno.


jueves, 7 de julio de 2016

Progreso y atraso


En una revista de la Universidad del Cauca de los años 1940, se trataba de establecer la diferencia entre progreso y atraso con un episodio:

Estamos frente a una poderosa caída de agua en un lugar selvático de Colombia. Llega un poeta y se extasía con la belleza de ese entorno donde el agua refleja mil colores y se dispersa como humo en el fondo del río. En un marco de vegetación verde de diferentes tonalidades, abrumado de aves que cantan el himno de la vida, ojos inquietos de animales, detrás de hojas quietas, que descienden a beber, el poeta no puede contener su emoción y la traslada al papel: escribe un poema largo y sentido, donde plasma la belleza que lo abruma.

A ese mismo lugar llega un hombre alto, rubio, de poderosos músculos, parece europeo pero es norteamericano, no se sorprende ni se inmuta: hace cálculos. En un cuaderno consigna la altura del salto, el ancho del río; determina la fuerza de la caída de agua, el volumen del líquido, el tipo de rocas que sostienen ese fluido hidráulico. Para él no existen colores, aves, ni vegetación. De su papel nace una represa que irá a suministrar energía a otras máquinas que producirán otras maravillas mecánicas que se venderán a buen precio.

Con la acción del poeta la naturaleza siguió indemne: continuó fluyendo el agua, vivieron los peces y los pájaros y los otros animales; la vida se evidenció en un despliegue de colores, oxígeno y agua cristalina que crearon nuevas vidas. Si acaso, se construyeron senderos para que los habitantes de este planeta conocieran esta maravilla.

Con la acción del rubio norteamericano desapareció la caída de agua para dar paso a un embalse sostenido por murallas de concreto que aniquiló la vida silvestre en derredor; el agua se contaminó y murieron los peces; las turbinas además de ruido producen aguas y peces con sabor a metales. Y la energía eléctrica va muy lejos, donde aporta bienestar y dinero a unas cuantas personas. En el lugar donde se extasió el poeta solo queda un desierto de agua muerta, especies extinguidas, árboles y plantas anegadas que ya no suministran oxígeno.

Dichoso progreso es éste que para proveer comodidad y dinero a unos cuantos haya que sacrificar la vida de muchos.  


martes, 7 de junio de 2016

Vida y muerte, tránsitos obligados

Alguna vez dialogaron Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato y de esos encuentros con la palabra extraigo el siguiente aparte que se refiere a la muerte, esa terrible realidad a la cual nos enfrentamos todos los seres vivos.

En un momento de la conversación, Borges se sorprende de la aprehensión de Sábato:

“Borges: Cómo, ¿usted le tiene miedo a la muerte?

Sábato: La palabra exacta sería tristeza. Me parece muy triste morir.

Borges: Yo pienso que así como a uno no puede entristecerlo no haber visto la guerra de Troya, no ver más este mundo tampoco puede entristecerlo, ¿no? En Inglaterra hay una superstición popular que dice que no sabremos que hemos muerto hasta que comprobemos que el espejo no nos refleja. Yo no veo el espejo.”

No pretendo –y tampoco podría– estar a la par de estos dos cultores de las letras americanas, sin embargo, sí me inducen a pensar, como  a un simple ciudadano de mundo, tal cual lo hacen los escritores excelentes. Y pensar, para un simple mortal, ya es mucha ganancia. Es posible que bordee el atrevimiento y hasta la locura por intentar explicar lo que nos atormenta desde el momento que adquirimos uso de razón o consciencia como creo que se debe llamar a ese estado del ser humano que aborda las preguntas trascendentales y las comunes.

Si de bebés tuviéramos la consciencia de adultos, sería pavoroso nacer. Un neonato que vive en un medio confortable, predispuesto para proteger la vida como lo es el seno materno, dotado de todas las comodidades y resguardado de las inclemencias que conocemos, nunca desearía cambiar ese estado por uno hostil, agresivo, como sería el ingreso a la vida como la percibimos. Es posible que el bebé rechace ese abrupto cambio con un fuerte grito desgranado en llanto. El nuevo ser, también predispuesto para el cambio, ve sin mirar, toca sin sentir, oye sin oír, olfatea sin oler, gusta sin degustar. Sus sentidos están listos para iniciar el largo camino de orientar el desarrollo de su cerebro. Los primeros cinco años son de aprendizaje hasta que adquiere consciencia de su vida y se adapta al extremo de no querer cambiarla, le tiene pavor a la muerte. 

Tal vez por eso en la vejez se pierde mucho de la consciencia para que la muerte no infunda miedo. En el proceso natural de envejecimiento los seres vivos pierden muchas facultades, algunos quedan ciegos, otros sordos; los más, acusan pérdida de memoria, y el control de sus movimientos casi desaparece. En la última etapa de la vida, expirar pone fin a una larga agonía casi siempre ataviada de tristes falencias que impiden una existencia plena. El mismo Borges dijo, alguna vez, que la vejez es una larga enfermedad.

De todas maneras morir antes de la decrepitud, con plena consciencia, causa pánico. En el caso de Sábato, según lo dice en mil novecientos setenta y cuatro, infunde tristeza, tal vez porque su consciencia estaba intacta en ese momento, algo que no sucedió años después cuando llegó a los noventa años de edad y decidió entregar el chasis. La tristeza la sufren los amados que siguen vivos, que no aceptan la tragedia de morir –en especial si se trata de un ser querido– antes de tiempo.


La vida y la muerte son tránsitos naturales de los seres. Morir es volver a un estado de inexistencia por toda la eternidad, la misma eternidad que afrontamos antes de nacer. No debería causarnos terror, pero lo causa el valor que hemos otorgado al tiempo.