domingo, 28 de noviembre de 2010

“Revolución educativa”.

Tengo la costumbre de dialogar con jóvenes por la bendita pretensión de enseñar; no sé si ellos asimilan mis ideas o simplemente las oyen sin escucharlas, pero algo debe quedar de todo lo dicho. A veces se genera controversia que siempre es saludable para la inteligencia. Es una forma de educar. La misma que se ha perdido con la tal “Revolución Educativa” que pretende formar técnicos, tecnólogos, ingenieros de seis semestres, que sólo hagan, que obedezcan, que no pregunten, que no piensen, que no cuestionen. Según esta nefasta política –exaltada por un escritor de pergaminos, William Ospina, que también desparramó incienso para el sistema de salud– se debe ampliar la cobertura escolar, se debe mejorar la calidad educativa y se debe enfatizar en la adopción de valores.

Ampliar la cobertura escolar es, bajo esta política, aumentar la materia prima de un gran negocio aupado por el Estado. Cuando la educación dejó de ser un derecho de los ciudadanos y pasó a ser un servicio, se dio la primera estocada para llevarla a la privatización.  Ahora, con la rimbombante “Revolución Educativa”, dejó de ser un servicio y pasó descaradamente a ser un negocio. La estocada final la acaba de dar el Ministro de Hacienda, un señor Echeverry formado en las escuelas neo liberales de Estados Unidos, cuando dijo que el Estado no tiene recursos económicos para atender la gratuidad de los programas educativos de pre escolar, primaria, y secundaria. (En este caso, el mandato de la Constitución Nacional vale huevo.) Si hacemos la pregunta ¿quién asumirá este nicho educativo?, la respuesta nos la da el objetivo de esa política de ampliación de la cobertura educativa: la empresa privada.

Mejorar la calidad educativa es sencillamente formar técnicos en la clase baja, tecnólogos en la media y profesionales en la alta. Cada clase social, en su orden económico, tendrá la educación que pueda pagar. Eso sí, de calidad en su campo. Un técnico, por ejemplo, debe ser altamente productivo, de suerte que le permita trabajar durante varios meses, orgulloso, en las maquilas de empresas transnacionales, por comida. Suficiente. La clase media no producirá profesionales, porque su alcance económico escasamente le permitirá una tecnología que, según el diario El Tiempo, es el futuro de las nuevas generaciones para evitar profesionales varados en los semáforos o manejando taxi. Su salario doblará el mínimo, según su productividad, que, claro, establece el patrón con medida conveniente. En cuanto a las élites –éstas ya tienen asegurado el futuro desde la cuna–, pueden ser profesionales de cualquier universidad extranjera que venda títulos especialmente diseñados para su presupuesto, que es ilimitado. Hasta se darán el lujo de tener profesionales en energía nuclear que no sepan resolver una ecuación diferencial. De todas maneras ellos mandan –nunca hacen– y un título es un mandato que no todos pueden exhibir. Todo lo permite el dinero en nuestro paraíso neo liberal; el problema reside en que el dinero reposa en muy pocas manos, razón de la pobreza y la opulencia. Esta reflexión, brevemente esbozada, expresa una realidad inmediata: se eliminará la universidad pública. Las instituciones de educación técnica y tecnológica serán privadas, estimuladas por una infame competencia.

Los llamados valores, son todos religiosos. Desde el principio de la República, al entregar el Estado la educación a la iglesia católica, nos marcó el camino del bien que no es otro que la exaltación de la pobreza, la humildad frente a los poderosos, la resignación fatua, la adopción de dogmas sin discusión, la aceptación de mentiras repetidas miles de veces como verdades, la inutilización del cerebro para pensar, la pérdida de memoria. La educación debería ser laica en un país laico –como lo establece la Constitución Nacional–; sin embargo, la religión católica es determinante en el momento ceremonial y en la otorgación de títulos o en la legalización de saberes.  Es triste, pero la educación colombiana está cimentada en el acopio de información para el desarrollo de algunas habilidades; no está diseñada para pensar. Al estudiante no se le enseña –mucho menos se le obliga– a pensar, sólo a aceptar; acumular sin discernimiento. Y el nuevo estudiante encuentra ese camino fácil del facilismo; se fomenta la promoción automática; la validación espuria.  Por ahí también se llega a la delincuencia, al atajo del crimen, valorado por las películas de gánsteres, exaltado por el machismo norteamericano: no se necesita saber para tener poder.

¡Pobre nuestra educación en manos de los especialistas!
Pero se me olvidaba que esos especialistas observan las tendencias del mercado. Y el mercado laboral –global, si nos atenemos a la nueva jerga– pide mano de obra barata, obreros zombis, y en el peor –¿o mejor?– de los casos, trabajadores desechables.
Ciertos ideólogos de la derecha pregonan que la educación es fundamental para el desarrollo de un país y ponen de ejemplo a los emergentes asiáticos. Sin embargo, predican pero no aplican. Hablan de mejorar la calidad de la educación pero pauperizan al educador y hasta lo persiguen por su calidad de agitador de ideas, que es la verdadera esencia de su trabajo; la formación científica ocupa el último lugar de una escala que encabeza la defensa del Estado con todas sus instituciones represivas, tal como ocurre en las repúblicas africanas que siguen cosechando la violencia que sembraron los europeos. Otras veces, la politiquería hace estragos con el nombramiento de maestros incapaces, recién aterrizados de un fracaso académico, recién vinculados al directorio político de moda, en detrimento de los educadores con vocación pedagógica. 

La educación está vinculada a la política del Estado que nos rige. Si la educación apunta al facilismo, quiere decir que la política ha fracasado, o es la que se impondrá en el inmediato futuro. En cualquiera de los casos, vendría bien cambiarla.

sábado, 27 de noviembre de 2010

Consulta casi gratis.

En Popayán es costumbre volverse –si no lo es–, tacaño. Hasta los profesionales clásicos adquieren este defecto como una protección frente a tanto pichicato suelto. Le sucedió a un eminente traumatólogo que después de varias detenciones en la vía pública por amigos que le requerían sus conocimientos para ahorrarse la consulta, adoptó una fórmula eficaz y la aplicó con el “Tacaño” Bonilla, quien lo paró por la carrera sexta y levantándose la manga derecha del pantalón, le consultó:

-Doctor Illera, ¿me puede decir qué me echo en la rodilla que me duele con este frio de invierno?

Contestó el galeno:

-Pues te aconsejo que te echés diez mil pesos al bolsillo y pasés por mi consultorio en la tarde. 

domingo, 21 de noviembre de 2010

El día que se apareció la Virgen (Cuento)

El día que se apareció la Virgen
(Cuento)

Y ese día se apareció la Virgen.

Después de un turbio amanecer, frio, con escarcha y un gris pegado a la bóveda celeste, con deberes escolares a medio rayar por el cansancio, derivado de la falta de comida, apareció un sol que prometía calor y brillo permanente. Hasta el hambre se nos había olvidado, cuando empezábamos a alistar los cuadernos y los crayones; más tarde volvió a aparecer cuando mi mamá le dijo a mi papá:

-¿Y ahora qué les damos a los muchachos?

-Espere, mija, voy a ver qué consigo.

Papá salió con el desánimo de quien va a pedir y no a comprar. Mamá fue a escarbar en la cocina y encontró un pedazo de panela mordido, casi con redondez esférica. Sentados sobre unas bancas de tablas, en una pieza de pobres, estábamos mis tres hermanas y mis tres hermanos, con los cuadernos metidos en chuspas plásticas, esperando el desayuno. Pero no olía a café, ni a pan, ni a aguapanela. Mi padre ya ajustaba quince días sin trabajo y sus escasos ahorros se habían agotado buscando otro. A mi madre le pagaban los universitarios por el lavado de la ropa a fin de mes; los estudiantes estaban, igual que nosotros, esperando que los auxiliaran sus padres. Sin la desesperación que da la inocencia, mis hermanos menores jugaban con los lápices y se reían por infantiles ocurrencias. Llegó mi papá con tres panes y un dolor en todo el cuerpo.

-Mija: no me quisieron fiar; sólo me regalaron esto.

Mi mamá iba a colocar una olla con agua en la cocina de leña para derretir el pedazo de panela, cuando hizo la afirmación:

-Mejor no mandemos los niños al colegio.

Mi padre, desanimado, puso los tres panes en la mesa y mirándonos con ternura nos preguntó:

-¿Quiénes quieren ir a estudiar?

Supimos entonces que esos panes iban a ser repartidos, con la aguapanela, entre los que levantaran la mano, asintiendo. Nadie se atrevió. Volvió a preguntar, esta vez con una decisión:

-¿Quiénes van? Para darles el pan.

Los menores estaban felices por no ir a la escuela y no levantaron la mano; los más grandecitos estaban indecisos; yo, el responsable por mayoría de edad, tenía obligaciones definitivas en el colegio pero no me parecía justo comer el pan frente a mis hermanos hambrientos. Mis padres estaban a punto de tomar la decisión de no permitir la ida al estudio cuando golpearon la puerta. Abrió mi mamá. Una señora alta, blanca, gorda, de trenzas canosas, con bata y pañolón negros apareció, como la veíamos siempre en la iglesia del Perpetuo Socorro, diligente y misteriosa.

-Misiá María: Estamos recogiendo unas limosnitas para la Virgen porque ya se acerca la fiesta de mayo. Le traigo la imagen para que nos haga el favor de tenerla en su casa por ocho días, a ver qué se puede recoger.

La señora grande entregó una preciosa imagen, enmarcada en madera, de la Virgen y el Niño, protegida por un cristal, en cuya base, empotrada como un todo, estaba la alcancía, resguardada por una chapa elemental. Era una práctica, entre religiosa y cívica, que cada hogar tuviera a la Virgen por una semana, como amparo y para recolectar unas limosnas. Sonaron las monedas por el movimiento de entregar y recibir la imagen.

-Con mucho gusto, doña Saturia. Déjela, que aquí vienen familiares que pueden ayudar.

Mi mamá colocó a la Virgen al lado de los tres panes y volvieron a sonar las monedas. Ella, de fuertes arraigos católicos, se echó una bendición espontánea e inocente.

-Mamá –dije yo–, allí en esa alcancía tenemos lo del desayuno.
Mis hermanos se rieron. Mi papá me observó con curiosidad.

-¡Cómo se le ocurre, hijo, eso es pecado, coger lo que no es de uno y menos lo de la Virgen!

Era imposible transgredir una fijación mental religiosa, esculpida durante siglos con temores, engaños, miedos y errores, así que hice una reflexión católica para resolver el hambre de la familia:

-Mamá: mire bien y verá que la Virgen nos está ayudando. Ella se dio cuenta de que no tenemos para el desayuno y se aparece, preciso, en el momento en que más la necesitamos. Podemos sacar lo necesario y dejamos el resto. Apenas lo vamos a tomar prestado; cuando doña Saturia vuelva, ya le habremos repuesto lo que le quitemos.

-Mija, creo que el muchacho tiene razón –dijo mi papá–. Podemos desayunar con parte de lo que está allí y reponerlo antes de que venga doña Saturia.

-Pues yo no sé…

Sin decir más, empecé a abrir la chapa. Mi mamá se hizo la que no veía, mi papá se quedó en silencio. Una risita cómplice de mis hermanos me daba ánimo para abrir, sin dañar, la providencial alcancía. Aparecieron las monedas; fui contando para comprar los huevos –hacía rato que no comíamos pericos–, el pambazo –delicioso pan de afrecho que misiá Esmelia horneaba en la esquina desde las cinco de la mañana–, el café para colar, que reemplazaba a la aguapanela, la mitad de un queso campesino, el aceite y la sal. Hechas las cuentas, saqué las monedas y en su reemplazo coloqué unas piedritas, que consiguieron mis hermanos, para balancear el peso. Mi mamá se echaba la bendición, mis hermanos se reían curiosos y mi papá no pudo evitar una sonrisa. Yo mismo fui a comprar lo del desayuno, mientras mi mamá calentaba el fogón.

Ese día, como amanecer de verano, disfrutamos de un desayuno como nunca lo habíamos tenido; creo que el hambre represada hizo lo que hace una buena salsa: exaltar los sabores de cada alimento.

Resuelto el hambre, nos fuimos a la escuela y al colegio; del almuerzo ni nos preocupábamos, lo veíamos lejano, superfluo y sin sabor. No había manjar igual al desayuno que acabábamos de despachar y no lo hubo por mucho tiempo.

La situación mejoró desde entonces. La Virgen, con su alcancía, permaneció sobre la mesa sin que alguien, de los esporádicos visitantes –primos y vecinos, más necesitados que nosotros–, atinara a depositar una leve ofrenda en metálico; sólo servía para obligar a una genuflexión. Nosotros, con la inconsciencia de la pobreza, nos olvidamos de reponer las monedas extraídas; mi mamá sólo hacía rezos de agradecimiento a la imagen y mi papá a cada rato la cambiaba de sitio hasta que fue volviéndose un estorbo.

Doña Saturia se apareció, precisa, a los ocho días; le agradeció a mi mamá su apoyo sin notar nada anormal, sin preguntar, sin sospechar…

-Espero que nos acompañe el trece de mayo a la fiesta, doña María-, dijo la grandota señora.

-Seguro que allí estaremos todos, doña Saturia.

Mi pobre madre, que aún cree en milagros, se extrañó de que doña Saturia no volviera nunca más.

sábado, 20 de noviembre de 2010

Terror en el panteón.

Entre el barrio Pandiguando y el Camilo Torres queda el cementerio central. Durante las épocas en que ese sector daba miedo por la oscuridad y la soledad, llegó un borrachito a media jala y a mitad de la noche, camino al barrio Chuny, y se apostó en la esquina con un terror bárbaro que le impedía seguir. Sin plata para coger un taxi, sin ninguna autoridad que lo auxiliara y con la preocupación por los espantos sueltos, aventuró unos pasos hasta la entrada al camposanto. Allí divisó a un señor recostado al portal, barbado, tranquilo, que fumaba sin ninguna preocupación y esa escena le dio el valor que necesitaba para continuar su camino. Sin embargo el beodo, curioso, en medio de la rasca que por eso les pasa lo que les pasa, le dio por preguntar al barbudo:
-¿Señor, usted va para Chuny?
-No señor-, contestó.
-¿Y esto por aquí no es peligroso?-insistió el borrachito.
-Que yo sepa, no.
-¿Y a usted no le da miedo?
-No. Pero cuando estaba vivo, sí.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Recuerdos en Machupicchu (Relato)

Recuerdos en Machupicchu
(Relato)
Estaba recostado sobre la parte más alta de Machupicchu, de donde se divisa la gran plaza como alfombra verde en perenne compañía de las alpacas; de donde se observan las construcciones milenarias en rocas geométricas, los abismos atenuados por terrazas de prodigio hidráulico y se ve más cerca el pico elevado de Guaynapicchu que pretende horadar el cielo inmensamente azul. Un viento, como sacudido de muselina, acariciaba mi cuerpo sudoroso por el trajín de caminar, parar y volver a caminar con el guía y otros turistas. Estaba exhausto y me estiré, cual crucificado sin cruz, sobre el prado verde mirando únicamente al cielo.  

En Machupicchu todo es mágico; hay absoluta paz.


Dejé libre mi cerebro para recibir las sensaciones de un viaje anhelado por años, acariciado por la osadía juvenil y sólo concretado en la madurez. Pero el cerebro es inquieto y agitado en estos parajes que incitan  a una tranquilidad espiritual, propicia para la creación artística o la reflexión filosófica o la elucubración científica. Sobre ese despliegue de armonía sideral vino a mi memoria –inefable sucesión de casualidades– el momento, en Colombia, en que Hugo Maya Tobar – entrañable amigo de aventuras–, mientras disfrutaba un café negro, caliente, con pambazo, a las tres de la tarde de un viernes, de un noviembre, de mil novecientos setenta y nueve, me dijo:


-Tenemos que ir a Machupicchu.


Conociendo su admiración por la prehistoria americana, no me extrañó que prefiriera un viaje al sur de América primero que a Europa. Empezábamos el recorrido profesional que hacen todos los recién egresados de la universidad, con las alforjas vacías y novedosos proyectos; sueños alcanzables, como todos los sueños de los jóvenes.


-Conocer a nuestros antepasados, aunque sea en ruinas, nos llenará de orgullo-, dijo con recia convicción.


Había leído un libro que se llamaba “El retorno de los brujos” y detestaba la especulación que hacía sobre los habitantes precolombinos. Ante la incapacidad científica para explicar sus grandes y perfectas construcciones y misterios como las figuras de Nasca y los acueductos de hace siete mil años –que todavía funcionan– en pleno desierto, los autores del libro sostenían, sin ningún fundamento válido, que esas construcciones fueron hechas por extraterrestres.


-Ahora resulta que la cultura nuestra no es nuestra y como no se la pueden acomodar a los europeos, entonces fue trabajo de extraterrestres-, decía con argumentación febril, llena de fuerte ironía.


Y agregaba:


-Para los europeos sólo los europeos pueden hacer obras gigantescas. Los demás son enanos, ignorantes, cuando no salvajes.  


En ese momento hicimos el propósito de conocer esos misterios que impedían –o tal vez permitían– saber quiénes éramos antes de la llegada del invasor ibérico. Fue como una tácita promesa, un pacto de jóvenes que ansiábamos cumplir en breve. El tiempo que nos llevó a la madurez, se encargó de otorgarnos otros deberes que fueron posponiendo nuestras utopías. Hugo se fue por caminos diferentes –remotos, no tanto por la distancia como por el tiempo de ausencia– que le hicieron ascender en conocimientos y estabilidad económica. Yo hice otro tanto, en circunstancias distintas, sin alejarme de mi cercano terruño. Quedamos en antípodas de intereses.


Alguna vez el mar Caribe volvió a refrescar nuestros delirios. Bajo el agobiante calor de Barranquilla y la insistente brisa de verano, Hugo, con su aguda inteligencia, sopesó mi condición de hombre felizmente obligado por una mujer y un hijo de seis años y sentenció:


-Tal vez la única manera de ir a Machupicchu sería en familia.


Era como establecer una barrera insalvable, en su condición de hombre libre de ataduras familiares, que me encargué de anularla:


-En las vacaciones de empresa podríamos destinar una semana para ese propósito.


-Ya veremos que no es tan fácil-, dijo con una concluyente certeza.


El paso de los almanaques le dio la razón.





El guía turístico peruano, con su voz de sargento primero, gritó en la parte baja, próximo al arco de ingreso y egreso de la ciudad de piedra:


-¡Salimos para Aguascalientes en treinta minutos!


Mientras se agotaban esos treinta minutos sentí claro, nítido, el vacío por la ausencia de Hugo. Percibí el frio bogotano de la trágica noche que, como todo absurdo, nunca debió suceder. No fue una noche normal para Hugo; su comportamiento fue diferente de la rutina diaria y como en un fatal azar, todo sucedió sin seguir el trazado trámite. Era viernes y siempre se escapaba con los amigos a los conversatorios de café, esa vez faltó; llegaba tarde a casa, pero entonces iba temprano por las congestionadas calles bogotanas; era buen conductor de automóvil, sin embargo nunca quiso prever que un ignorante ebrio condujera una volqueta en contravía. Quien lo amaba lo esperaba, pero en la noche más tardía. Él, que era tranquilo por su calculado razonamiento, apresuró a encontrarse con su destino ese oscuro viernes de mil novecientos noventa y dos.

Me incorporé sobre el césped, adopté la posición hindú para descansar, miré al frente y vi montañas encadenadas. Vi el misterio de una cultura aniquilada por otros humanos violentos y vi también el espléndido cofre de sabiduría que es esta pequeña fortaleza sin murallas, protegida por los abismos y las cordilleras. Todo era maravilloso en un día esplendoroso. Cóndores que volaban en suspensión cadenciosa en el más puro azul de los Andes con el trasfondo de imponentes montañas blancas; brisa cálida a tres mil seiscientos metros de altura  sobre el nivel del mar lejano. Súbitamente cayeron sobre mis brazos dos gotas de un caudal de lágrimas, imposible de detener. Quebró la nostalgia, el encanto de lo natural; sentí el agudo dolor de la impotencia por una vida muerta.


Y grité:


-¡Hugo debería estar aquí!


 Fue un largo e inútil lamento de injusticia, una ahogada aflicción expandida hacia el cosmos, un homenaje al amigo, al hombre que quiso conocer sus raíces, al auténtico americano.


Se acercó el guía turístico sin darme cuenta; desde hacía rato me estaba llamando y al oírme gritar y verme llorar había hecho una pausa por respeto a mi dolor. Cuando lo vi, quise decir algo pero él me contuvo:


-No se preocupe, yo le entiendo, yo le espero; cuando termine de llorar le acompañaré hasta el bus. 

sábado, 13 de noviembre de 2010

Entre amigos.

Dos parroquianos, de diferente parroquia, uno del barrio Las Américas y el otro del barrio La Pamba; ambos consuetudinarios practicantes de la ironía se encontraron en la esquina del Café Alcázar –antes de que el terremoto de 1983 lo convirtiera en lejano recuerdo– y se dedicaron a estrenar chismes. Uno de ellos hizo una pausa para arreglarle el botón de la camisa –sostenido por el ojal equivocado– de su oponente. Después de la acción, reaccionó el afectado:
-¿Pero sí te lavaste las manos?
Y respondió el acomedido:
-No, pero te aseguro que me las lavaré.    

domingo, 7 de noviembre de 2010

Bofetada del Humanismo al Capitalismo.

 DECLARACIONES DE CHICO BUARQUE
MINISTRO DE EDUCACIÓN DE BRASIL.
Durante un debate en una universidad de Estados Unidos, le
preguntaron al ex gobernador del
 Distrito Federal y
Ministro de Educación de Brasil, CRISTOVÃO CHICO
BUARQUE, qué pensaba sobre la internacionalización de la
Amazonia. Un estadounidense en las Naciones Unidas introdujo
su pregunta, diciendo que esperaba la respuesta de un
humanista y no de un brasileño.

Ésta fue la respuesta del Sr. Cristóvão Buarque:

Realmente, como brasileño, sólo hablaría en contra
de la internacionalización de la Amazonia. Por más que
nuestros gobiernos no cuiden debidamente ese patrimonio,
él es nuestro.

Como humanista, sintiendo el riesgo de la degradación
ambiental que sufre la Amazonia, puedo imaginar su
internacionalización, como también de todo lo demás, que
es de suma importancia para la humanidad.

Si la Amazonia, desde una ética humanista, debe ser
internacionalizada, internacionalicemos también las
reservas de petróleo del mundo entero.

El petróleo es tan importante para el bienestar de la
humanidad como la Amazonia para nuestro futuro. A pesar de
eso, los dueños de las reservas creen tener el derecho de
aumentar o disminuir la extracción de petróleo y subir o no su precio.

De la misma forma, el capital financiero de los países
ricos debería ser internacionalizado. Si la Amazonia es una
reserva para todos los seres humanos, no se debería quemar
solamente por la voluntad de un dueño o de un país. Quemar
la Amazonia es tan grave como el desempleo provocado por las
decisiones arbitrarias de los especuladores globales.

No podemos permitir que las reservas financieras sirvan para
quemar países enteros en la voluptuosidad de la especulación.

También, antes que la Amazonia, me gustaría ver la
internacionalización de los grandes
 museos del mundo.
El Louvre no debe pertenecer solo a Francia.
Cada museo del mundo es el guardián de las piezas más bellas producidas por el genio humano. No se puede dejar que ese patrimonio cultural, como es el patrimonio natural amazónico, sea manipulado y destruido por el sólo placer de un propietario o de un país.

No hace mucho tiempo, un millonario japonés decidió
enterrar, junto con él, un cuadro de un gran maestro.
Por el contrario, ese cuadro tendría que haber sido
internacionalizado.

Durante este encuentro, las Naciones Unidas están
realizando el Foro del Milenio, pero algunos presidentes de
países tuvieron dificultades para participar, debido a
situaciones desagradables surgidas en la frontera de los
EE.UU. Por eso, creo que Nueva York, como sede de las
Naciones Unidas, debe ser internacionalizada. Por lo menos
Manhattan debería pertenecer a toda la humanidad.
De la misma forma que París, Venecia, Roma, Londres, Río de
Janeiro, Brasilia... cada ciudad, con su belleza específica, su historia del mundo, debería pertenecer al mundo entero.

Si EEUU quiere internacionalizar la Amazonia, para no
correr el riesgo de dejarla en manos de los brasileños, internacionalicemos todos los arsenales nucleares. Basta pensar que ellos ya demostraron que son capaces de usar esas armas, provocando una destrucción miles de veces mayor que las lamentables quemas realizadas en los bosques de Brasil.

En sus discursos, los actuales candidatos a la presidencia
de los Estados Unidos han defendido la idea de internacionalizar las reservas forestales del mundo a cambio de la deuda.

Comencemos usando esa deuda para garantizar que cada niño
del mundo tenga la posibilidad de comer y de ir a la
escuela. Internacionalicemos a los niños, tratándolos a
todos ellos sin importar el país donde nacieron, como
patrimonio que merecen los cuidados del mundo entero. Mucho
más de lo que se merece la Amazonia. Cuando los dirigentes
traten a los niños pobres del mundo como Patrimonio de la
Humanidad, no permitirán que trabajen cuando deberían
estudiar; que mueran cuando deberían vivir.

Como humanista, acepto defender la internacionalización
del mundo; pero, mientras
 el mundo me trate como brasileño,
lucharé para que la Amazonia, sea nuestra. ¡Solamente
nuestra!

NOTA: Este artículo fue publicado en el NEW YORK
TIMES, WASHINGTON POST, USA TODAY y en los diarios de mayor tirada de EUROPA y JAPÓN.


Pero en BRASIL y el resto de Hispanoamérica, este artículo no fue publicado. 

sábado, 6 de noviembre de 2010

Científico en apuros.

Está comprobado que hay artistas descuidados, matemáticos distraídos y científicos confundidos. Pues bien, una pareja esperaba el tren en una estación europea; él era científico y ella una dulce, común y encantadora mujer. La conversación era tan amena que no permitió medir el tiempo de espera del tren y éste empezó a andar. El científico se percató del movimiento, cogió la maleta y empezó una carrera desaforada para alcanzar la máquina. Exhausto lo logró.
La bella dama reaccionó inmediatamente después de la acción del científico, empezó a correr detrás y por más esfuerzo que hizo, el tren la desbordó. Cansada, paró y vio cómo desaparecía en la distancia el científico con sus brazos agitados en alto.

Se acercó el empleado de control de la estación y como consuelo tardío le dijo a la dama:

-Señora, no se desespere. ¡Créame! He visto muchas despedidas y todas son dramáticas.

La dama alzando la mirada de incrédula le corrigió:

-Señor, la situación es más grave: el doctor que va en ese tren sólo vino a despedirme. La que viajaba era yo.

viernes, 5 de noviembre de 2010

El desayuno de “Chancaca”.

En Popayán, algunas de nuestras damas tienen la costumbre de usar la caridad para satisfacer su filantropía y atenuar la conmiseración por las desgracias ajenas, pero a veces les sale al revés.
Doña Lucía Nates tenía la permanente costumbre de auxiliar al bardo de los pobres, como se llamaba al popular “Chancaca”. En uno de estos lances la señora estiró veinte pesos y le advirtió:

-Bueno “Chancaca”: ahora no te los vas a beber, son para que te metás un buen desayuno.

El músico de flauta, con su voz atiplada y chispa adelantada respondió:

-Misiá Nates, si lo que usted quiere es que yo desayune, le cuesta más.