sábado, 30 de octubre de 2010

Pido la palabra, profesor.

“No creo en las ideologías”, dijo el profesor Prado –excúseme, profesor, pero se me olvidó su nombre–, historiador de la Universidad del Cauca, en su charla del 20 de octubre de 2010 sobre la historia de la guerrillas. (Auditorio del Banco de la República, en Popayán.)
Que lo diga el vendedor de helados o el embolador del parque, vaya y venga; es su apreciación de algo que no entienden. Pero que lance ese juicio al escrutinio público, ante un auditorio de jóvenes estudiantes y catedráticos, todo un profesor de historia, causa desasosiego por no decir desaliento.

Partamos de un principio: el historiador es un investigador del devenir humano y debe observar un riguroso comportamiento conceptual. Cuando el historiador antepone sus convicciones políticas por encima de los hechos que trata, escribe una historia amañada.

El profesor no cree en ideologías pero actúa, piensa y viste, bajo los dictados de la pequeña burguesía, que es una confluencia de comportamiento y pensamiento propio de la democracia capitalista atribuido a quienes no son ricos ni tampoco pobres. El vendedor de helados y el embolador también visten y actúan como lo establece esa democracia; son menores sociales e intuyen –he ahí la ideología– que su lugar está entre sus pares, lejos de los sitios que les son vedados por diferencias de clase y actitud. Dentro de la ideología, ellos son cuasi lumpen-proletarios; si usamos los eufemismos normales, son marginados.

Tal vez lo que el profesor Prado quiso decir –y aquí le cedo el beneficio de la duda–, refiriéndose a las guerrillas colombianas, es que éstas no tienen motivaciones políticas para justificar su existencia. Pero aquí viene otro problema: toda guerrilla tiene motivación política.
En Colombia, desde las primeras de El Patía, pasando por las liberales del siglo veinte y las actuales, tienen orientaciones políticas. Otra situación, muy diferente, es que quienes las combatieron y combaten, lo desconozcan como estrategia de guerra.

Agualongo y sus muchachos, defendían su territorialidad y comunidad aliándose con los realistas que –por táctica– respetaban su modo de vida, al contrario de los criollos que eran mercaderes de esclavos y avasalladores de indios. Las guerrillas liberales, que inicialmente irrumpieron como autodefensas, defendieron sus comunidades campesinas del aniquilamiento sistemático de quienes detentaban el poder desde el siglo diez y nueve: los conservadores. Las guerrillas actuales están en guerra contra el Estado a partir de los bombardeos que el presidente Guillermo León Valencia (1962-1966) ordenó contra las “repúblicas independientes” (valga decir, comunidades campesinas que tenían sus propias relaciones de producción y comercio), con el apoyo del imperio norteamericano.
Yéndonos más lejos, la guerrilla partisana, verdadera triunfadora de la Segunda Guerra Mundial y real dolor de cabeza del ejército alemán, tenía la motivación política de su lucha contra el nazismo y la liberación de sus pueblos. Más acá, tenemos la de Argel que condujo a la liberación argelina de los franceses; la del Vietcong, que expulsó al invasor norteamericano; la afgana, que lleva casi cien años de guerra contra los imperios que se han atrevido a invadirlos; la irakí, que sostiene el peso de la guerra contra los nuevos amos del mundo. Aquí también aparece una verdad que los poderosos desconocen o quieren desconocer: ninguna guerrilla ha sido derrotada militarmente por un ejército regular.

Hay una propaganda oficial que con el permanente y sistemático uso pretende llegar a ideología; tal vez el profesor Prado, como la mayoría de televidentes y lectores de prensa, la tragó sin digerirla: tomar referencias parciales, individuales y extenderlas en una grosera generalidad. Que haya un combatiente motivado por venganza individual, que haya otro, arrastrado por el hambre, y otro más por afanes delincuenciales, cae en el arte de la literatura pero no en la historia. Sin embargo, sirve para sacar conclusiones que convienen al poder de turno.

Que otros países con iguales problemas que nosotros no tengan guerrillas no descalifican su existencia; los antecedentes históricos la explican, no la justifican. Ningún país es igual a otro y su historia es diferente; se nota porque sus gobiernos son progresistas cuando no opuestos.

Los historiadores tienen la obligación de relatarnos nuestro pasado con desprevención total; sólo así sabremos por qué hemos llegado hasta aquí con problemas propios, diferentes a nuestros vecinos. Sólo así sabremos cómo afrontar el  mañana sin repetir los errores del pasado que impiden el progreso en todos los órdenes.

Grata y difícil misión del historiador.

viernes, 29 de octubre de 2010

Humor en la Ermita.

Bajando por la Ermita venía la absoluta figura de Hernando López, familiar mío por parte de Adán y Eva, doctor en Derecho y Ciencias Políticas y Sociales –cuando la universidad era justa con lo que enseñaba–, pensionado como juez de indios de Totoró a la mitad –otra injusticia– que sólo alcanza para engordar la panza –“porque lo único barato que todavía se consigue es el pan”–, disimular la pobreza y  pagar  los trámites de reajuste, “a ver si me alcanza para un tratamiento estético que es más barato que cualquier otro de una EPS”.
Se quejaba de la salud de su señora madre: “tiene todas las enfermedades de una persona de noventa abriles, comenzando por mi hermano Tiberio”; pero despotricaba por la corrupción galopante en este país:

-Cómo te parece que para que no se note lo que han robado estos corrompidos, van a quitarle tres ceros a la moneda. Así los 16 mil millones de pesos que se perdieron en la Gobernación del Cauca, después de esta benemérita operación económica, quedarán reducidos a 16 millones. ¡Una chichigua!

Sin embargo no puede dejar de lado su ancestral humor –eso lo mantiene feliz en medio de tanto amigo político corrupto– y me refriega con un, por qué:

-A ver chino: ¿por qué los gallos no tienen manos?

Conociéndolo desde las épocas de flacuchentez extrema, supuse que iba a salir con una de las suyas y aventuré:

-Las aves tienen garras.

-¡No, hombre! Porque las gallinas no tienen tetas.

Y siguió:
Anoche, en la penumbra del andén,
Me iba a merendar a la sirvienta
Y, sin saber, enchufé a una parienta.
Moraleja: Has bien y no mires a quién.

Quise echarle uno de los míos, pero Hernando parece una ametralladora atorada cuando se le vienen todas sus ocurrencias.

-¿En qué se parecen las tetas a la sal? En nada, pero ¡ah! gusto que le dan al huevo.

-¿Quién fue la primera mujer?
-Eva.
-¿De dónde salió Eva?
-De una costilla de Adán.
-¿Ves? Ahí hay un error en la Biblia. La primera mujer debió llamarse Ilia por salir de una costilla y no Eva como si hubiera salido de una güeva.

En un breve intervalo de Hernando para respirar, porque la gordura extrema conduce a dejar sin aire el fuelle torácico, intenté:

-Por qué los barrigones…

Pero asentó su manaza derecha en mi hombro para darme un consejo final –viveza del gracioso eterno– antes de que pusiera en entredicho su esférico abdomen:

-Siempre hay que pedirlo, porque si algunas mujeres se enojan, hay otras que agradecen que las tengan en cuenta.

Se despidió –poniéndose de perfil que para el caso era como estar de frente–, como lo hacen los humoristas avezados:

-Me quedás debiendo el de los barrigones. ¡Chao!

domingo, 24 de octubre de 2010

Conversación moderna.

Diálogo en la cadena radial Caracol, el domingo 17 de octubre de 2010, tipo ocho y media de la mañana:

Ella: ¿Le gusta, Ricardo-Jorge, esta canción?
Empezó a sonar “El cuchipe” cantado por Carlos Julio Ramírez.
El: ¡Pero si eso es de hace mil años!
Ella: ¿Y ésta?
Volvió a sonar “El cuchipe”, esta vez cantado por Briggite Bardot.
El: Tiene dificultad con el idioma.
Ella: Ahí canta Briggite Bardot.
El: ¡No puede ser! ¿Briggite Bardot?
Ella: ¿Le suena ésta?
Otra vez “El cuchipe” se escuchó interpretado por un grupo de música moderna.
El: Me suena.
Comentarios:
Ricardo-Jorge exhibió la juventud para tapar su ignorancia sobre la música colombiana, imperdonable en un comunicador nacional.
Ricardo-Jorge respondió lo que no le habían preguntado para menospreciar el arte colombiano de siempre.
Ricardo-Jorge fue sorprendido por la voz de la francesa Briggite, pero siendo más antigua que “El cuchipe”, no se refirió a ella como de “hace mil años”.
Ricardo-Jorge apreció “El cuchipe” cuando lo tocaba el grupo moderno, no como música colombiana sino como música moderna.
Conclusión:
Ricardo-Jorge es joven. 

sábado, 23 de octubre de 2010

Dios, falible.

En el campo de batalla en 1943:
Un soldado francés le dice a otro:
-Va a empezar la batalla y no debemos temer porque el capellán invocó a Dios por nuestra integridad-.
Y el otro comenta:
-Pues yo oí al capellán de los alemanes hacer lo mismo-.
-¡No seas torpe! ¿Desde cuándo Dios entiende el alemán?

domingo, 17 de octubre de 2010

Cuando llegó la PM (Cuento)


Cuando llegó la PM
(Cuento)

Cuando llegó la PM, eran las cuatro de la mañana del catorce de noviembre de mil novecientos cincuenta y dos. A mis trece años de edad no sentía miedo sino pereza para levantarme. Y seguí durmiendo. No por mucho tiempo, porque el terror de mi madre emitía rezos guturales en la oscuridad y mi padre me cobijaba con sus brazos como nunca lo había hecho. Vivíamos en El Topacio, una vereda perdida en la cordillera central, al norte del Tolima, donde sólo sabíamos de sembrar café y plátano; criar marranos y gallinas; ir a la escuela y a misa los domingos.

-¡Levantarse todos los hombres!-, tronó el comandante de la patrulla, a quien sus soldados le decían mi capitán.

Mi padre empezó a temblar; lo supe por la forma como resbalaban sus manos sobre la cobija.

-¡Muévanse, güevones! ¡Afuera, si no quieren que los saquemos a culatazos!-, volvió a gritar el capitán.

Todos los hombres de la vereda salieron de sus casas, algunos con  ropa menor, otros con los vestidos de faena, apresurados, temerosos. Las mujeres lloraban.

-¡Me hacen una fila india, de aquí p`abajo! ¡Si queda algún hombre escondido en las casas lo fusilaremos sin contemplación! ¡Deben salir todos!

Los perros ladraban furiosos porque tal vez les turbaron el sueño o les quitaban a sus amos. Bastó que el capitán disparara dos veces su pistola para que chillaran los perros grandes y todo quedara en silencio.

Mi madre no podía sostenerse del dolor y se apuntalaba en el umbral de la puerta con una cobija terciada alrededor del cuello.

Empezaba un gris amanecer.

Un soldado se acercó y me ordenó:

-¡A la fila!

-¡Pero si es un niño!-, reclamó mi madre en su angustia.

-¡A la fila!-, retumbó el soldado y obedecí.

-¿Qué les van a hacer, por Dios?

El capitán ordenó que la formación improvisada de campesinos se moviera rumbo a la escuela. Los soldados, como fieras rabiosas, empujaban a los hombres.

La escuela era un gran salón construido en madera; allí, sobre ese alto, el profesor nos hablaba de una patria que había que querer como a la madre; que había que aprender a leer y escribir para ser mejores ciudadanos. Nos enseñaba el Himno Nacional y el Bunde Tolimense y siempre los cantábamos al empezar las clases; más el Bunde que el Himno.

El gusano de labriegos, enfilado de terror, empezaba a moverse y alargarse en medio de fusiles y soldados. Vi cómo el capitán se apostó cerca de mí, se quitó el casco verde oliva y vi sus dorados cabellos crespos, vi su mirada café clara y una nariz ancha que resoplaba oxígeno. Iba en la mitad de la cuesta cuando doña Filomena gritó:

-¡Anselmo!

Sin pensar, sin ninguna precaución, salí de la fila y llegué a su casa, allí enfrente.

-Ve por detrás que tu mamá te llama-.

Así fue como volví donde mi madre, que yacía en el piso. Se incorporó al verme y pareció revivir, con plena vitalidad.

-¡Vete, Anselmo! ¡Ve donde tu padrino Pedro Antonio y cuéntale lo que pasa aquí! ¡Ve por detrás de las casas para que no te vean los soldados!

Empecé una carrera desbocada por entre las plataneras. En mi reflexión de niño creía que mi padrino iba a sacar a mi papá de la fila, que iba a castigar a los soldados y regañar al capitán. Cuando llegué a la hondonada oí descargas de fusil; corría por los senderos y seguían sonando y así hasta que me cansé. No se oía nada más, puros tiros de fusil, como matando pájaros. Volví a correr y seguían sonando. Entonces supe que mi padrino ya no podía hacer nada.

De esto han pasado treinta años.

Mi madre murió de pena moral a los ocho meses; no soportó el dolor por la ausencia de mi padre. No podía olvidar; lo recordaba todos los días, todas las noches, todos los domingos, así hasta que su corazón se debilitó y claudicó. La escuela quedó reducida a escombros achicharrados y en su lugar, hoy, sólo crece el monte, más empinado, como un monumento a la infamia.

-¿Que por qué cuento esta historia? Porque he visto a un hombre viejo con los mismos ademanes, los mismos ojos claros, de cabellos blancos y crespos que me hicieron recordar al verdugo de mi familia. Estoy seguro de que es él. Las circunstancias nos han colocado otra vez frente a frente, las circunstancias me ponen, con ventaja, en el lugar del determinador y él, en potencial subalterno. Inocente, como cuando yo tenía trece años, se presentó en mi oficina para pedirme trabajo, casi implorar el empleo como jefe de seguridad.

-Doctor Anselmo –dijo– estoy a sus órdenes para ocupar la vacante que necesita su empresa-.

Le vi desprevenido, con la dignidad que merece un anciano, y lo traté con amabilidad, como dando una vaga esperanza de enganche; pero cuando se puso de pie y resopló el aire, volvió mi recuerdo trágico hasta los breñales de El Topacio. Estaba débil y enfermo pero se empeñaba en ocultarlo; aparentaba un vigor que no tenía. De ese lejano capitán desalmado no quedaba sino un fardo de huesos débiles; su voz, que en la loma vibraba con sadismo, era un leve murmullo de humildad. Dijo que volvería al día siguiente.

Por eso cuento estas cosas, porque hoy volveré a verlo y mi actitud será diferente. Le preguntaré por esa operación militar que segó la vida de treinta campesinos, entre ellos mi padre. Le diré que yo era el niño que él miró sin lástima; que algunas viudas se enmontaron para vengar la infamia; que la vereda quedó reducida a tres casas ocupadas y quince vacías; que la vida fue más dura que la muerte; que a “Desquite” lo mataron, doce años después, pero fue reemplazado por cinco huérfanos de El Topacio.  Sí, ya sé, me dirá que cumplía órdenes superiores; que para dar de baja a tres chusmeros no importaba matar a veintisiete inocentes; que estábamos en guerra y no se podía dejar evidencia de atropellos; que por eso, después de fusilarlos dentro de la escuela, había que quemarlo todo, anular el recuerdo. Todo eso lo sé. Me lo han repetido por treinta años y lo siguen repitiendo. Lo que no entiendo es por qué se obedecen unas órdenes criminales. Por qué no hay compasión por el desarmado. ¿Qué clase de patria es ésta?

Ahora veré si el capitán se acuerda y tiene remordimientos de conciencia; si ya ha purgado esa pena que a mí se me hace irreconciliable con la vida. No siento ningún rencor, y odio, menos; para eso sirve el tiempo, para que las tragedias se vuelvan mohosas referencias; para que podamos sobrellevar una carga de recuerdos sin que nos pese.

-¡Doctor! ¡Doctor!-, interrumpió mis pensamientos, y me puso en el presente, mi secretaria.

-¿Qué pasa, Esperanza?-, pregunté sorprendido.

-Doctor, de la clínica me informan que el capitán que usted está esperando falleció esta mañana de una enfermedad que se llama inanición-.

Sentí un frio húmedo en todo el cuerpo y creo que palidecí. Sin reponerme aún por la noticia, sólo dije sin pensar:

-Gracias, Esperanza-.

Fue un golpe seco, como el embate final de la tragedia, como si acabara de morir la última víctima, como si se quisiera sepultar la ignominia.

Este acontecimiento acabó por cancelar cualquier juicio, la inexorable condena; pero comenzaron los interrogantes...

sábado, 16 de octubre de 2010

Fumar es un placer.

Fungía entonces como Decano de la Facultad de Derecho, de la Universidad del Cauca, el distinguido abogado Jorge Illera Fernández quien detestaba que los profesores fumaran en clase hasta el punto de prohibirlo drásticamente. Sin embargo, no podía faltar el vicio elevado a virtud por la eminencia jurídica del catedrático Álvaro Simmonds Pardo quien fumaba en sus clases sin prevención alguna.
Accidentalmente pasó el Decano frente al aula, de donde salía una cómplice humareda, y se encontró con la agitada, delgada y colorada figura del doctor en derecho penal.

- Doctor Simmonds, ¿qué hacemos con sus cenizas?

Con la naturalidad que da el derecho conquistado, respondió:

-Que las lleven al Panteón de los Próceres.

jueves, 14 de octubre de 2010

La lección de Chile.

Terminó la aventura, que por un pequeño margen hubiera terminado en tragedia, de los treinta y tres mineros chilenos, y ese país austral nos dio el mejor ejemplo de vida. Ahora se requiere que la enseñanza se asimile y se aplique, cuando corresponda, como lo debe hacer todo ser humano. El gobierno de Chile con decisión, fortaleza y prontitud asumió el rescate de los mineros atrapados en las profundidades de la tierra y hoy puede enorgullecerse de una acción certera cuyo resultado es la vida, que es la misma felicidad.
De verdad, siento envidia del gobierno de los chilenos que sobrepone la vida a cualquier otro interés, como lo acaba de hacer.
En nuestra Colombia, los gobiernos han sido inferiores a esos designios de vida pero han exaltado la muerte, que ya nos abruma como cultura.

No está lejos cuando todas las cámaras del mundo enfocaban a una humilde niña atrapada por la avalancha de Armero de 1985, Omaira Sánchez, que permaneció varios días esperando su rescate de la muerte. El gobierno de entonces no se inmutó y el mensaje que recibió el mundo fue claro: en Colombia la vida no vale y de una niña pobre, menos. Omaira murió en brazos de unos socorristas que era muy poco lo que podían hacer; otra cosa hubiera sido si interviene el Estado. Pero, qué se podía esperar de un gobierno para quien “era más económico que Colombia tuviera treinta mil muertos y no treinta mil damnificados”.

Está menos lejos, cuando en plena tragedia por el terremoto de Armenia de 1999, el presidente de entonces, al estilo Bokasa, se instaló con todo su gabinete en medio de la destrucción, para estorbar e impedir la acción de los rescatistas y socorristas. Muchos muertos se los debemos a ese interregno donde el presidente tenía que ordenar. Vimos entonces una burocracia inútil, derivada en inhumana. Qué diferencia con el presidente Sebastián Piñera, de Chile, que actuó como un espectador activo que sólo repartía felicitaciones cuando correspondía.

En nuestro país cada año suceden las mismas inundaciones de los ríos Cauca y Magdalena; todos los años, sin excepción, hay muertos y desaparecidos. Hasta los medios de comunicación se han vuelto cómplices de un Estado indolente, porque registran la tragedia, como espectáculo, de cada año sin siquiera plantearse las preguntas: ¿Cuándo va a intervenir el Estado para evitar estas tragedias? ¿Cómo se pueden evitar más muertes? Esos periodistas amaestrados repiten la misma perorata de todos los años sin sonrojarse: la culpa es del invierno, encubriendo así una responsabilidad estatal que éste disimula con ayudas caritativas en su sempiterna repetición. Me pregunto sobre la actitud de los periodistas holandeses frente al Estado, si ellos hubieran planteado que la culpa es del mar, que está más arriba de sus tierras, y el Estado no hubiera acometido el sistema de esclusas que permitió controlar esas aguas recias y ganar espacio habitable. Controlar el mar para los holandeses es una práctica de vida que la exportan y desarrollan en todo el mundo.

Volviendo a Chile, nos ha dado una soberbia lección: es humano y civilizado organizar un ejército para salvar vidas y no armar un ejército para matarlas. 

domingo, 10 de octubre de 2010

¿Literatura agotada?

Varios autores, especialmente modernos, que irrumpieron a partir de la segunda mitad del siglo veinte, creyeron agotada la literatura y se atrevieron a elevar esa posición a axioma: En literatura ya está dicho todo.  En consecuencia lo que se escriba hacia el futuro será una literatura de dos vías: La parodia y la repetición.  El amor, el dolor, la muerte, la vida…, materias primas de la literatura, según ellos, serán una burlesca repetición.

Yo me pregunto:

En música hay un pentagrama y 7 notas, ¿se ha agotado la música? Hay una infinita combinación de esas notas que los músicos exploran todos los días; no creo que por repetir las notas fundamentales en su variadísima gama podamos asegurar que la música ya esté agotada.  Hay nuevas estructuras musicales y hasta géneros, que incursionan como novedosos arquetipos de un Ser Musical.

En pintura son 7 colores básicos: ¿se ha agotado la pintura? También aquí tenemos infinidad de combinaciones, representaciones y diferentes escuelas e innumerables tendencias; no obstante ser un arte antiquísimo, está lejos de agotarse. Nadie se atrevería a afirmarlo.

En la ciencia física hay dos teorías (síntesis del saber humano hasta el presente) que explican el macro universo y el micro universo: La ley de la relatividad y la mecánica cuántica. ¿Está agotada la ciencia? Me atrevería a decir que la ciencia apenas está comenzando a descubrir nuestro universo; está en pañales para determinar qué somos y para qué vivimos, sin acudir a argumentos metafísicos, ni credos de fe.

En matemáticas, el fundamento, la base de toda su estructura, está asentada en la sucesión de los números naturales. A partir de esta elemental sucesión, se ha construido todo un universo de métodos de contar, calcular y medir, conjeturas, teorías, probadas y por probar, que explican la capacidad de la mente humana que se presume ilimitada. ¿Se han agotado las matemáticas? De la misma forma que nos sorprende la infinita capacidad de discernimiento del cerebro humano, la respuesta es no.

Volviendo a la literatura, como todo arte y como toda ciencia, está despuntando a nuevas formas de expresión. Así como todos los días nacen seres humanos tan parecidos y tan diferentes –los matemáticos deberían averiguar cuál es el patrón que rige para que una persona sea diferente de otra sin repetirse–, así mismo aparecen nuevas historias que hay que contar, de seres humanos distintos, con cargas emocionales novedosas, tanto como sus propias vidas.

En la literatura no debe ocurrir lo que se pretendió hacer con la historia: el señor Francis Fukuyama planteó en un artículo publicado en 1989, que después llegó a la categorización de libro, “el fin de la historia” como una consecuencia del desmembramiento de la Unión Soviética, confundiendo el curso de la historia con la ciencia histórica.

Que haya preguntas existencialmente pesimistas, pronunciadas por uno de los jóvenes literatos que combina el arte de contar relatos y la ciencia matemática, como Guillermo Martínez (argentino, autor conocido por su novela Crímenes imperceptibles), que en una conclusión desesperada planteó: “Pero la verdadera pregunta de la inteligencia es cómo volver a crear”, nos produce escalofrío. No es común que la juventud se doblegue porque alguien prestigioso esbozó una teoría del fin de una rama del arte. Como todo punto de vista, debe someterse a examen, a revisión (tal cual lo hacen las matemáticas para prevalecer), y a partir de allí, con los elementos ya señalados, ver si hay verdad universal o simple agotamiento individual de los autores de la teoría.

En nuestro mundo, siendo efímero, limitado, nuestras posibilidades son infinitas en el arte y en la ciencia. En lo que atañe al pensamiento y al sentimiento, individualmente considerado, el ser humano puede llegar al máximo de su capacidad por desgaste natural; el arte y la ciencia, como fuentes de placer y sabiduría, son inagotables para la humanidad. Si hay un final, ese será el mismo del hombre.

sábado, 9 de octubre de 2010

Tesorero con franca liquidez.

Avisos de gaceta de una reciente empresa:

Día 9 de agosto:
Se busca tesorero jefe, buenas referencias.

Día 20 de septiembre:
Se posesionó el señor Nepomuceno González como tesorero jefe.

Día 9 de octubre:
Se busca al señor Nepomuceno González.

domingo, 3 de octubre de 2010

¿Alma mater? o madrastra inútil.

Corrían los meses del año 2006 y yo también corría con mis primeros borradores de un proyecto de libro de humor llamado Memorias de un hombre común. Ingenuo que es uno: creer que nuestras instituciones, en este caso la Universidad del Cauca de la cual soy egresado, con su fronda burocrática, me iban a tender la mano para atenuar los costos de una futura publicación. Y eso que el Vicerrector de Cultura es amigo de tiempos inmemoriales de bachillerato. Pero empezó la cadena interminable de requisitos, de los cuales sólo avancé dos: el primero, de atención, amabilidad y gracejos del Vicerrector y el segundo, de compromiso del librero mayor, quien fue citado por el Vice para que hiciera lo suyo, es decir, echarle una mirada a mi escrito y dar su concepto.

-Lo espero el viernes de la semana entrante para que conozca mi apreciación. –Dijo el librero mayor–.

Confiado, me retiré en medio de felicitaciones por la obra que no había leído el Vice, pero que, por antecedentes colegiales, la presumía óptima.  El viernes de la cita aparecí ante el librero que al verme, casi me pide identificación porque no se acordaba quién diablos era yo. Después, rascándose en el bajo cráneo la corona de escaso pelo, semicircular, que unía sus parietales, me dijo:

-Tengo mucho trabajo y no he mirado lo suyo. Venga la próxima semana.

Vi, sobre su escritorio, el arrume de folders, libros hechos y por hacer, que le acepté su razón.

A la semana siguiente se repitió la misma escena y así hasta que llegamos a la navidad de ese año –donde no se hace nada– y empalmamos con la Semana Santa del año 2007 –donde tampoco–.  El Vice, aunque nos encontrábamos con frecuencia, nunca preguntó por el estado del hipotético libro. Seguro, era más importante poner la alcayata debajo del barrote del paso semanasantero, que averiguar por las travesuras literarias de un amigo, que ni copartidario es. Tampoco se extrañaron –ni el Vice ni el librero mayor–, cuando les llegó la tarjeta de invitación para asistir al lanzamiento del libro, que, cometiendo todos los errores posibles –de los cuales ellos me habrían podido salvar con una breve asesoría– lo hice imprimir con mis propios recursos económicos y técnicos. Tampoco asistieron al lanzamiento, no creo que por vergüenza, si acaso por el exceso de trabajo.
Hoy el librero mayor me saluda con amabilidad sincera; cabe la posibilidad de que esté madurando el concepto que todavía espero después de cuatro años. Sé que la culpa no es de él; él es un simple engranaje de una burocracia que no funciona para propósitos del pensamiento.

“Algo tienen la burocracias (militares, cortesanas, eclesiásticas, estatales, universitarias, mediáticas, empresariales y sindicales) que desanima la creatividad”. (Gabriel Zaid, La institución invisible, revista El Malpensante, agosto 2010.)
Si algún creador (intelectual, técnico o artístico) quiere de veras ver formalizados sus proyectos, debe acudir a su propia iniciativa. Es lamentable pero así es, debe crear su propia empresa; en caso de que no posea virtudes empresariales no cabe sino la posibilidad de asociarse, o contratar, a un experto en creación de empresas. Acudir a las instituciones formalmente establecidas es inútil, cuando no son esos entes castradores de cualquier iniciativa.
Un último ejemplo: “Recientemente, John Craig Venter, impaciente con la burocracia del Human Genome Project (que el gobierno de los Estados Unidos inició con un grupo de universidades), se lanzó como empresario para demostrar lo que rechazaron: que se podía lograr en menos tiempo y con menos dinero. Sus innovaciones científicas entraron a las universidades una vez que su empresa (Celera Genomics) las estableció, fuera del mundo universitario”. (Gabriel Zaid.)

No es pesimismo sino realismo: volviendo a nuestro entorno, crear una empresa es tan titánico como pretender que la universidad sea una vía ágil para concretar pensamientos.

sábado, 2 de octubre de 2010

Escolios de Nicolás Gómez Dávila:

De la primera edición de PROCULTURA (año 1986) del primer tomo de NUEVOS ESCOLIOS A UN TEXTO IMPLÍCITO de Nicolás Gómez Dávila extractamos los siguientes:

Mientras el escritor anhele seducir, su prosa titubea.

La única derrota sin remedio es la imbecilidad, aún victoriosa.

La poesía acostumbra, como todas las apariciones milagrosas, decir preferentemente trivialidades.

El que peor escribe es el que imita al que escribe bien.

Lo que significa la belleza de un poema no tiene relación alguna con lo que el poema significa.

De la actual anemia del arte culpemos la doctrina que aconseja a cada artista preferir la invención de un idioma estético propio al manejo inconfundible de un idioma estético común.

Con la corrupción del escritor pululan libros malos, con la del lector mueren los buenos.

En las ciencias humanas se toma la última moda por el último estado de la ciencia.

Las alabanzas a un libro, hoy día, indican sólo el partido político del autor.

El acierto estético no recompensa al trabajo, pero sólo al trabajo premia.

La exclusiva lectura de contemporáneos reseca el cerebro.

La cortesía es actitud del que no necesita presumir.


El tonto llama “prejuicios” las conclusiones que no entiende.

El que meramente lee se distingue del auténtico lector en que nunca relee.

El tonto cree engendrar verdades nuevas haciendo copular ideas confusas.

La verdad de una idea es reflejo del contexto total de la inteligencia que la adopta.